Se dice que los cofrades somos más débiles de espíritu religioso que otros
por el mero hecho de depender de imágenes materiales para rezar o estar
conectados con Dios. En mi opinión, nada más lejos de la realidad. Considero
que precisamente el tener un Cristo, una Virgen que el cofrade tiene como suyos
es lo que fortalece nuestra fe. Porque, como dice el Papa Francisco: “Las formas propias de la religiosidad
popular son encarnadas, (…) por eso mismo incluyen una relación personal, (…)
con Dios, Jesucristo, María, un santo. Tienen carne, tienen rostros.”. No
hay mucho que añadir a sus palabras, que resultan bastante elocuentes.
Nos sentimos atraídos por el mundo
de las Cofradías por diversos motivos: tradición familiar, atracción al estilo
de una Hermandad, por bandas de cornetas, por el noble servicio del costal o la
penitencia nazarena, por amistades… Pero estos aspectos requieren de algo más
para que alguien sienta que es cofrade en plenitud. Falta la guinda, más bien,
falta una chispa. No sé ustedes pero yo tuve un encuentro con mi Virgen de la
Esperanza que supuso la chispa que me hizo sentir que, antes o después, estaría
implicado de lleno en mi Hermandad. Ocurrió durante mi adolescencia, y fue algo
tan sencillo como ponerme delante del paso de palio en aquella lluviosa tarde
de Viernes Santo. Fueron segundos. Toda una vida para mí. Es imposible explicar
con palabras los sentimientos que tuve en aquellos instantes, llevo minutos
intentándolo pero no soy capaz. Espero que me entiendan y perdonen. Sólo puedo resumirlo
en una palabra: Madre.