Sigo confiando en la sociedad porque así me hizo sentir un anciano canoso, bajito y con bastón el pasado viernes.
Esperaba en la estación cuando un hombre que pasaba con creces los sesenta años decidió hacerme compañía. Como todo adulto, recibió al principio el mayor de mis respetos, no era simple inercia, aquello era fruto del saber de sus años, de la historia de su espalda curvada, frente a la inexperiencia de una muchacha de diecinueve años de edad. Aquel día fui yo la obsequiada con semejante presencia.
Recorría la plataforma, que queda por encima de las vías, algo desesperado, no puedo decir agitado, pues sus piernas, ya torpes, no se lo permitían. El bastón se hacía cómplice de aquella inquietud, ya hacía resonar la barandilla, que golpeaba el suelo o acariciaba de alguna forma extraña el culete de algún niño que por delante pasaba.