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sábado, 29 de junio de 2013

El Enigma de Juan de Mesa

Nacido en Córdoba en 1583 y fallecido en Sevilla el 26 de Noviembre de 1627, muchas veces se ha comentado en conferencias y escritos que hoy posee la Real Academia de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría, qué poco es lo que se sabe de la condición humana de Juan de Mesa, de quien desconocemos incluso hasta cual pudo ser su aspecto físico. 

Nada tiene de extraño este desconocimiento, habida cuenta de que no existe una bibliografía que hubiera permitido glosarlo en este sentido. De Juan de Mesa no ha quedado ni un retrato, ni un escrito, ni una modesta biografía. Para no quedar, ni siquiera una cita bibliográfica que le nombrase en cualquier libro, aún cuando no hubiese sido por motivos artísticos. Juan de Mesa constituye un auténtico enigma dentro del arte andaluz, ya que se trata de un escultor genial cuyo nombre ha permanecido ignorado por completo durante tres siglos. En realidad, si no contáramos con la presencia tangible de su partida de bautismo, y de defunción, podía dudarse de si Juan de Mesa fue en verdad un ser humano o un fantasma.

Y es que este imaginero no es otra cosa que el fruto maravilloso de los hallazgos de una pléyade selecta de investigadores, entre los que hay que anotar con letras áureas los nombres de José Hernández Díaz, Celestino López Martínez, Antonio Muro Orejón y Heliodoro Sancho Corbacho.

Estos, en los comienzos del año 1927, partiendo casi de cero, ya que no contaban más que con las citas de Bermejo Carballo y Rodríguez Jurado, a quienes hay que considerar como los padres adoptivos del escultor, se propusieron averiguar con una paciencia admirable y ejemplar la existencia real de un escultor completamente desconocido llamado Juan de Mesa.

Pero lo verdaderamente curioso y extraño es el silencio que guardaron sus contemporáneos acerca del escultor cordobés. Juan de Mesa fue un artista total que tuvo el raro privilegio de no merecer por parte de los escritores de su tiempo, ni un elogio ni una repulsa. Por este motivo el escultor cordobés ha sido un hombre condenado a permanecer en el olvido. Nadie, absolutamente nadie de la culta Sevilla de aquellos días se tomó la molestia ni de enaltecerlo, ni de denigrarlo, no ocupándose de él aun cuando hubiera sido por otra causa distinta a la del arte. 

Juan de Mesa no tuvo la suerte de otros compañeros, como por ejemplo su maestro Juan Martínez Montañés. De nuestro artista nadie se ocupó de hablar, ni sus discípulos, que los tuvo, ni sus amigos, que pudo muy bien tenerlos, ni los intelectuales de su época que, forzosamente lo tuvieron que conocer. Tampoco el pintor Pacheco, suegro de Velázquez, lo pintó en su galería de sevillanos ilustres, hecho inexplicable puesto que, viviendo ambos en el mismo barrio, Mesa en la calle Pasaderas de la Europa y Pacheco al principio de la Alameda, pudieron por razones de vecindad, conocerse y tratarse.

Además, el pertenecer los dos a la cofradía de Jesús Nazareno de San Antonio Abad, de la que Mesa fue, incluso, oficial de la junta de gobierno era también otro motivo, aparte del profesional, para que al pintor no le resultase el escultor un don nadie. Alonso Sánchez Gordillo, Rodrigo Caro y Ortiz de Zúñiga tampoco lo mencionaron en sus conocidas obras, pródigas en noticias, hechos y personajes de la Sevilla Barroca. Bien es verdad que el analista escribió la suya muchos años después de muerto Mesa, pero la circunstancia de ser Don Diego feligrés de San Martín, parroquia en la que estaba sepultado el escultor, va a favor de que pudo haber tenido conocimiento de su existencia y de su obra. Más extraño resulta el silencio tanto del Abad, como del erudito, que por fuerza le conocerían, ya que ambos fallecieron en esa edad madura y sólo unos años después que Mesa.

Tampoco le citará Don Diego Ignacio de Góngora en su "Historia del Colegio de Santo Tomás", obra en la que se habla de muchos artistas del XVII y en la que, incluso de pasada, quedó recogida la noticia del pintoresco tratamiento médico al que fue sometido su fundador, Fray Diego de Deza, en su postrera enfermedad. Finalmente, en las noticias del seiscientos, publicadas por Morales Padrón con el nombre de "Memorias de Sevilla" y que para este autor tienen el valor de un periódico actual, para nada se habla de su existencia. Indudablemente Juan de Mesa fue un perfecto desconocido para los publicistas de su tiempo...

El año 1898, edita Serrano Ortega su "Noticia histórica artística de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder", insertando en ella un estudio biográfico-crítico sobre Martínez Montañés. Tiene interesante este estudio que en él se citan los nombres de sus discípulos, encabezados por Alonso Cano, pero sin que aparezca para nada el de Juan de Mesa, omisión inconcebible en esa fecha puesto que Bermejo, quince años antes, le había atribuido nada menos que la paternidad del Cristo de Santa Isabel, tenido desde siempre como obra montañesina. ¿Por qué esta omisión? 

¿Es que a Serrano le molestaba la idea de un competidor de Montañés?. Al releer la obra de Serrano, en la que eleva a Montañés poco menos que a la categoría de mito, podemos observar muy bien que es expresiva de un curioso fenómeno antropológico que ha llegado hasta nuestros días y que prosigue vigente. Es el de la admiración mutando en fanatismo y la inmensa popularidad con que ha gozado Montañés siempre en Sevilla, ciudad en la que, para admitir que una escultura fuera excepcional, necesitaba haber sido esculpida por el maestro de Alcalá. Hubo muchos comentarios acerca del escándalo que se originó en Sevilla, cuando Heliodoro Sancho Corbacho demostró fehacientemente que el Señor de Sevilla no era obra de Montañés, la tallo un discípulo suyo.

Nadie lo creía, el tema daba lugar a conversaciones apasionadas e incluso los periódicos publicaron artículos en los que se discutía que aquello pudiera ser cierto. Y es que resultaba inconcebible que Jesús del Gran Poder, el Señor de Sevilla, fuese de otro autor que no fuera Montañés. Para el sevillano sólo el dios de la madera, podría haberlo esculpido y es esta una reacción que retrata a las mil maravillas el carácter sevillano cuando se empeña en endiosar a alguien. Pero lo más curioso de todo esto es que, cuando la realidad de la existencia de Juan de Mesa ya no se duda, Montañés seguirá entusiasmando a los sevillanos del mismo modo que si aquél  nunca hubiese vivido.      

Así Guichot, en el año 1925, en su "Cicerone de Sevilla", se muestra un poco escéptico respecto a Mesa. Se podrá poner la objeción de que esto sucede porque el escultor de la calle de la Muela es superior al de las Pasaderas de la Europa, puede que lo sea, pero tampoco conviene olvidar que Montañés ha sido genial para el pueblo, no por la construcción de esos maravillosos retablos de los que fue singular artífice, sino por ser el autor de unas Imágenes cofradieras que despiertan los sentimientos más vivos y variados que puedan pensarse y que han  sido, incluso, capaces de inspirar bellas leyendas, la de la espina del Cristo del Amor, sin ir más lejos.

Sin embargo, Juan de Mesa (que fue quien verdaderamente las concibió y esculpió) no consigue para nada ese fervor del pueblo, para quien continúa siendo, como en sus días, un hombre incoloro, inodoro e insípido. Por qué se adueño del escultor cordobés un silencio tan cruel?, ¿es que Juan de Mesa era un ser violento e insoportable cuya muerte dejó indiferentes a quienes le habían tratado? ¿Por qué nuestro inconmensurable artista no tuvo ni siquiera el consuelo de las alabanzas postmortem.

Nada hay en la vida de Mesa que llame la atención ni por lo llamativo ni por lo vergonzoso, aún cuando viva en el ambiente refinado, intrigante, refinado sensual y cosmopolita de la Sevilla del XVII. Una Sevilla en la que se dieron múltiples escándalos en esa época, como anota Granero y de los que no se libraron los artistas. Recuerden a ese respecto los que dio Montañés, a pesar de que Rodríguez Jurado quiera presentarlos como originados por la envidia que el maestro suscitaba, o la famosa historia de los monederos falsos que refiere Martínez Ripoll, relacionada con aquel hombre colérico tan insoportable de aguantar, que su hijo se marchó de su lado, llamado Herrera el Viejo.

Entonces, si Juan de Mesa no fue un amoral, y menos un picapedrero, hay que admitir por fuerza que debió ser un hombre excepcional y envidiado en grado extremo, un hombre molesto con el que competir era una tarea muy difícil, un hombre con el que, por su bondad, no se podía luchar cara a cara en limpia lid y por eso, el que lo condenaran a ser ignorado, como único medio de vencerlo, aplicándole la terapia más eficaz para conseguir ese fin, el de los espeluznantes silencios que se han dado en Sevilla en cualquier época y contra cualquier hombre incómodo que descollaba. 

Como habrán podido comprobar, ni Eloy Domínguez Rodiño de las Reales Academias de la Historia, ni Rafael Muñoz, quien escribe, han resuelto el enigma de Juan de Mesa. Se limitan con documentos en la mano, a señalar posibles causas sin haber logrado poner de relieve las que en verdad lo motivaron, aún cuando es seguro que debieron existir. Es este un enigma que probablemente nunca se resolverá, pero era de interés exponerlo y comentarlo, como demostrativo de que la existencia de nuestro héroe, tuvo que transcurrir dentro de un medio ambiente hostil y poco propicio para que hubiera llevado una vida feliz y descansada. 

Por eso, el que resulte un hombre singular y admirable en sus doce años de actividad pública, ya que fueron más de dos lustros vividos en ese desagradable ambiente y, a pesar del cual, son unos años de máxima potencia creadora, transida por un ansia vehemente de ir a más, luchando (quién sabe) contra una enfermedad incurable pero sabiendo mantener viva la esperanza, donde sólo desesperanza podría existir. ¿Influyeron estas circunstancias en ese mundo doloroso que supo plasmar fielmente en sus portentosos crucificados?

Nota: Tradicionalmente se viene afirmando que en esta iglesia de San Martín está enterrado Juan de Mesa, pero es algo que está todavía por confirmar; se dice que está en esta iglesia, ¿pero dónde?, no se sabe. En la fachada de la Iglesia hay una lápida que confirma esto que decimos.


Rafael Muñoz. Crítico de Arte. 


Cristo del Amor





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