Habíamos escrito ayer que la descripción de las obras del crucero catedralicio, las de los Hernán Ruiz, exigían por su complejidad y condición polémica, mayor atención. Digamos para empezar que su construcción supuso la destrucción de una parte sustancial de la mezquita y además que esto, que objetivamente no puede ser considerado sino una gran pérdida, fue una intervención que actualmente estaría —con toda razón— absolutamente prohibida. Lo que queremos decir en las líneas que siguen es que esa terrible pérdida se hizo mediante una intervención magistral que supuso paradójicamente la creación de un edificio magnífico.
No pretendemos decir que está mejor así, una elección de este tipo no tiene sentido, solo que el resultado nos proporciona el edificio «distinto» que hoy es, y también que esa acción estableció unas relaciones espaciales y vitales que lo convirtieron definitivamente en una catedral. Podríamos decir que el crucero no solo destruyó la parte de la mezquita que derribó sino todo el resto de aquella pues dio a lo que permanece en pie otro sentido, muy diferente del que tuvo. Incluso como catedral es diferente, es una catedral atípica. La intervención de los Hernán Ruiz hizo que el edificio sea tipológicamente único, un edificio «distinto» y eso le da un interesante valor.
Son bien conocidas las razones que produjeron el cambio. El joven Alonso Manrique, que huyendo de la inquina política que profesaba el rey Fernando se había refugiado en la corte del joven Carlos en Flandes, adquirió en aquellas tierras un entendimiento de lo que debía de ser una catedral viendo las iglesias góticas de altos techos de aquellas tierras. Cuando llegó como obispo a Córdoba no pudo participar del entendimiento que tenían los sacerdotes y los fieles cordobeses de su catedral y aquel edificio de techos bajos que a estos les parecía tan bello y adecuado y con el que estaban tan conformes y confortables debió de resultarle antiguo e inadecuado, incapaz de transmitir la espiritualidad de una catedral.
Se propuso en consecuencia alcanzar el aire de catedral construyendo un crucero gótico donde llevar la Capilla Mayor retirándola de Villaviciosa. Llamó para tal empeño a un arquitecto cordobés de experiencia, Hernán Ruiz, formado en la particular manera del gótico español del XVI alejado ya de los principios del gótico centroeuropeo. A su muerte, al viejo Hernán le sucedió su hijo que era un arquitecto muy distinto, formado en la admiración de la nueva arquitectura que venía de Italia y que en España se conocía entonces como «el romano», pues trataba de recuperar lo que nosotros ahora llamamos «arquitectura clásica» o «greco-romana». El joven dominaba el dibujo, provisto de las nuevas herramientas y la técnica de «la perspectiva» como demuestra la espléndida colección de dibujos que dejó. La relación entre padre e hijo debió de ser polémica e intensa y las discusiones entre ellos nos sorprenderían hoy por su profundidad y nivel conceptual y académico. Además, la actuación de ambos y los papeles del joven nos demuestran que tenían una gran admiración por la arquitectura de la mezquita, ambos construyeron arcos de herradura y el hijo en sus papeles los estudió con el nombre de «arco de mayor proporción», siendo el único arquitecto renacentista que se refirió a este arco «ultrasemicircular» dibujándolo y dándole un lugar entre las formas modélicas de la arquitectura.
Al padre correspondió la decisión sobre la posición del crucero y el arranque de los muros del presbiterio y de los contrafuertes, aunque solo tuvo tiempo para elevar la obra hasta una altura en poco superior a las de las naves de la mezquita, el hijo remató la parte superior hasta cubrir las bóvedas del presbiterio y de los brazos del crucero y no consiguió cubrir la cúpula central ni la bóveda del coro, partes que remataría, después de un largo parón el arquitecto cordobés Ochoa. Ambas fases son bellísimas y aunque estilísticamente distintas consiguen una gran continuidad entre sí y con el edificio precedente. En este sentido sobresale el trasdós de los muros del presbiterio donde Hernán Ruiz I consiguió una obra sincrética entre la arquitectura gótica y la arquitectura de la mezquita, en una fachada donde trenza las labras de las cornisas y las pilastras nuevas con los arcos de herradura y los pilares reutilizados con finura extraordinaria.
Ha sido muy estudiada y ponderada la estrategia constructiva de esta primera fase, pues si bien para levantar la nave del crucero y sus brazos Hernán Ruiz tuvo que demoler tres naves a cada lado, luego las reconstruyó reutilizando fustes y capiteles y levantando sobre ellos dobles arcos como los originales introduciendo como única modificación importante un techo de bóvedas de piedra de modo que si la parte inferior es una continuación de la fábrica de la mezquita, los techos de piedra se relacionan con el crucero. De todas maneras, lo que más ha ponderado siempre la crítica de esta intervención es la preocupación que Hernán Ruiz demostró por destruir la mezquita lo menos posible y como para ello utilizó las estructuras de muros de época islámica que cruzaban la mezquita por su centro. Nos referimos a los restos de las «quiblas» de Abderramán I y de Abderramán II y los restos del cerramiento oriental que Almanzor había perforado cuando construyó la última ampliación, de modo que necesitando par a su obra cuatro líneas de apoyos estructurales, dos para apoyo de los muros de cerramiento del crucero y dos para recibir los contrafuertes, utilizó las «quiblas» de modo que solo tuvo que rellenar una línea de intercolumnios a cada lado para apoyar el crucero. Todo lo dicho en las líneas precedentes ha sido estudiado con precisión en los últimos años por autores como Rafael Moneo y Antón Capitel. Queremos aquí plantear una cuestión relacionada con lo anterior que tal vez no haya recibido hasta ahora la atención debida.
Cambio dramático
Nos referimos al cambio dramático que supuso para el edificio en su totalidad la introducción del crucero. Cuando Hernán Ruiz planteó el nuevo crucero en el centro geométrico de la antigua mezquita ya estaban construidas las capillas del perímetro, y la Capilla Mayor en ese momento situada en Villaviciosa, aún reforzada por la contigua Capilla Real no destacaba sustancialmente ni por su altura, ni por su posición, excéntrica; era una más de las diversas capillas que «flotaban» en la vasta extensión del interior de la catedral. Al disponer en el centro el crucero y sobre todo al abrir los altos ventanales que introdujeron un raudal de luz, los Hernán Ruiz cambiaron radicalmente las condiciones espaciales, estableciendo una potente relación entre el perímetro cerrado por las capillas y el luminoso centro y haciendo de las naves no tocadas de la mezquita que permanecían en la sombra original, un hermosísimo espacio de transición en el recorrido desde cualquier entrada hacia el centro que llamaba con su luz.
Hay que subrayar la diferencia y originalidad de esta actuación en relación con las maneras habituales utilizadas en todas las catedrales de la época en las cuales, cuando se trataba de hacer una ampliación, esta consistía en añadir algo que se disponía «al lado» de lo existente, contrastando estilísticamente, o buscando la continuidad. En Córdoba, la ampliación consiguió una reformulación de todo el conjunto de modo que las partes anteriores cambiaron de significado en lo espacial, de manera que todas, naves de la mezquita, Capilla Real, Villaviciosa y capillas del perímetro quedaron referidas al luminoso crucero, que conseguía de este modo unificar el conjunto en un edificio enteramente nuevo con un significado nuevo.
Gabriel Rebollo, Gabriel Ruiz Cabrero y Sebastián Herrero
Arquitectos Conservadores de la Catedral, Antigua Mezquita
Recordatorio La Catedral es una catedral (I)