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martes, 24 de diciembre de 2013

Una señal: Ella es virgen

El niño que va a nacer no es un niño cualquiera. Es el Hijo eterno de Dios. El existe desde siempre, con el Padre y el Espíritu Santo. Es “Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero… de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho”, decimos en el credo. Por eso, nuestra primera actitud ante este Niño que nace es la actitud de adoración, que sólo Dios merece: no adoréis a nadie más que a Él. Nos postramos profundamente ante quien nos supera y nos desborda, porque es el creador de todo y en él hemos sido pensados y creados desde toda la eternidad. A este niño a quien queremos, podemos decirle con toda propiedad: ¡Te adoro!

Y nace niño, desvalido, necesitado del amor de un padre y una madre. Es hombre plenamente como nosotros, “en todo semejante a nosotros, sin pecado” (Hbr 4,15). Lo sentimos como hermano, como uno de los nuestros. Ha suprimido toda distancia entre Dios y el hombre, acercándose de esta manera tan inofensiva, que suscita incluso ternura en quien se acerca hasta él. Un niño nunca produce miedo, siempre provoca ternura. El misterio de la Navidad consiste en la cercanía de Dios que entra en nuestras vidas de manera asombrosamente cercana. Cómo íbamos a imaginar que Dios se acercara tanto, hasta hacerse uno de nosotros, para que lo podamos acoger en nuestros brazos.


El misterio de la Navidad es el misterio del Hijo de Dios hecho hombre, para que los hombres seamos hechos hijos de Dios. “Reconoce, cristiano, tu dignidad” (S León Magno). Toda persona humana es como una prolongación de este misterio, porque el Hijo de Dios por su encarnación se ha unido de alguna manera con cada hombre (GS 22), y en cada persona descubrimos esos rasgos de Cristo que se acerca hasta nosotros. A veces incluso desvalido, sin recursos, porque otros le han despojado de ellos o nunca se los han otorgado. Pero siempre con la dignidad que le da ser persona humana, prolongación de Cristo, que sale a nuestro encuentro. He aquí la raíz más honda de toda dignidad humana y de todos los derechos humanos. La persona vale porque está hecha a imagen y semejanza de Dios, y de ahí nace la igualdad fundamental que elimina toda discriminación. Eres persona humana, tienes una dignidad inviolable y unos derechos, desde el inicio de tu vida hasta su final natural.

Y la señal de todo este misterio tan sublime es una mujer. “Apareció una señal en el cielo: una mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y coronada de doce estrellas, está encinta y grita con los dolores de dar a luz” (Ap.12). Esa mujer es María, que puede ampliarse a la Iglesia, prolongación de María en la historia. Es la misma señal que el profeta presenta al rey Acaz: “Dios os dará una señal: la virgen está encinta y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Enmanuel, que significa Dios-con-nosotros” (Is 7,14). En el misterio de la Redención, la persona más importante asociada por Dios ha sido una mujer: María. De aquí arranca la dignidad tan sublime de toda mujer. Ella ha tenido parte esencial en la realización de este misterio, desde la encarnación hasta Pentecostés, y ella sigue teniendo parte esencial en la aplicación de esta redención a todos los hombres de todos los tiempos, también en nuestra época.

La cercanía de Dios hasta los hombres se realiza a través de María, el lugar del encuentro de Dios con los hombres y de los hombres con Dios se realiza en el seno virginal de María. Ella lleva en su vientre al Hijo de Dios hecho hombre para darlo a todos los hombres de todos los tiempos Y la señal de que su hijo no es un niño cualquiera es que ella lo ha sentido brotar en su seno por la acción directa de Dios, por el amor de Dios, por obra del Espíritu Santo. María llega de esta manera a una fecundidad que no es propia de la carne y la sangre, sino de Dios (cf Jn 1,13). María engendra a Jesús sin relación sexual con José, porque “antes de vivir juntos” ella queda embarazada, y sin ninguna relación carnal con José, ella da a luz a su hijo, al que José pondrá por nombre Jesús, como nos cuenta el Evangelio de este domingo (Mt 1,18-24).

La Navidad es nueva cada año. Pueden repetirse los adornos, las costumbres, nuestra pequeña capacidad de acogerla. Pero la Navidad siempre es nueva y sorprendente. Vivámosla con el asombro de un niño ante lo nuevo. La vivimos acercándonos a este Niño, que es el Hijo de Dios hecho hombre.

Recibid mi afecto y mi bendición:

+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba








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