Vivimos al filo de una doble capacidad: recordar y generar expectativas. Gestionamos el presente como un paso inevitable hacia cualquiera de las dos o a ambas a la vez, como un hoy doliente –en nuestro caso-, que se debate inmerso en la Cuaresma hacia la Semana Santa que vendrá evocando a otras que nos asombraron y de las que no podemos borrar su escalofrío. Los días se cuentan hacia atrás; la búsqueda de horizontes infinitos de sol y gentío abarrotando nuestra propia soledad ante la Imagen ante la que nos depositamos como sus criaturas en cualquier plaza, en cualquier ciudad, bajo la luz de la misma luna, de la misma fe inquebrantable.
Vivimos en el anhelo acuciante de nuestros sueños, de las nostalgias que se abren como cicatrices en la noche. Perseguimos al tiempo con los bolsillos repletos de prisa. Casi nos pasan desapercibidos los cambios sutiles de la primavera aunque nos estalle por dentro en la antesala flexible que nos cubre por dentro.
No es que los días alarguen su paso, que el azahar se abra por encima de las aceras, que el sol se torne más cálido… No tiene que ver con los carteles, el olor a incienso, con los actos que transitan la vigilia… No se halla en las tertulias, en las charlas a pie de acera, en las estampas que nos retoman las pupilas y marcan el pulso de nuestra bitácora personal…
Son los atardeceres compactos; las espadañas vigilando la línea celeste; la geografía concurrente del camino hacia espacios comunes; las calles que se nombran distinto y atestiguan su cambio etéreo; las noticias calientes de cada mañana, tras la pantalla o sobre el papel, que dan comienzo a la jornada; la estructura inadvertida de las sensaciones que esperan su ocasión, pero que se van pergeñando en su nube frondosa y blanca. Es la ciudad. La misma a la que miramos en un repaso superficial, mientras ella –con su latido de siglos- espera paciente el momento donde sorprendernos, indiferente a la prisa que nos acecha, a la impaciencia adquirida con ahínco para que algún día nos arrepintamos y nos reiteremos en filo de nuestra dualidad: evocar y desvivirse.
Pero aun nos restan casi dos decenas de atardeceres en que mirar al cielo y enseñorearnos de experiencias. Ahora, cuando somos más nosotros porque es nuestro tiempo. Ahora, que el hoy sigue conteniendo la magia de cada instante. Ahora, que la luna se prepara para ser el testigo argento de cuanto acontecerá. Ahora, que las semanas son tan vertiginosas como la que esperamos. Ahora, que las cofradías se construyen invisibles desde sus priostías. Ahora, que el presente nos toma por el brazo de su tiempo para que, por un instante, olvidemos y no esperemos y simplemente, seamos aliados de su instante en la mitad espiritual de su Cuaresma.
Blas Jesús Muñoz
Recordatorio El Cáliz de Claudio: Un mar de dudas