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viernes, 14 de marzo de 2014

El cáliz de Claudio: Hermano del Santo Sepulcro


No existe el tiempo. No existen el espacio, la oscuridad, el silencio… ni la luz proyectada de la luna en mitad del frío de otra madrugada. No nos quedan las estaciones, o el hálito contra el cristal que nos devuelve su mirada inerte. Apenas avanza la Cuaresma y sabemos que ésta, solo será realmente, cuando pase a ser patrimonio del recuerdo. Y recordaremos cada una de sus horas tendidas al invierno y recogidas en primavera. Cada uno de sus días con precisión. Cada una de sus noches milimetradas en sensaciones desiguales. Cada alegría y decepción con el mismo apasionamiento, con un nuevo entusiasmo.

Las cofradías –ese amor, su delirio abandonado- llevan consigo una efervescencia que ciega lo que tenemos de racional para llevarnos en volandas durante los días en los que la intensidad se eleva a la ciudad eterna. Entonces, ya nada puede detenernos. Todo se acelera, se presiente en el pecho como una niebla que toma nuestra piel y nuestras arterias como en una danza que juega con los siglos que no vivimos, con las imágenes desencadenadas del pasado y convertirlas en el futuro perfecto de un verbo desconocido, pero que se cuela en el temblor imperceptible de nuestros labios.


Y esos días nos sirven para la reflexión. Sin embargo, no queda nada de sosiego en ellos. Nos descubrimos mirando de frente la juventud perdida, la madurez perseguida, los años que no fueron tantos, pero que –maldita sea- parecen demasiados, parece que restan menos. La melancolía y el asombro forman su enjambre que sabe a otras mieles. Y, mientras hablamos, sentimos y pensamos, en el fondo los recuerdos se agolpan como los abrazos, las sonrisas, los temores o los pesares que compartiste con tus hermanos. Esos mismos a los que ves en presente y pasado y no sabes cómo se explica algo así, porque nunca imaginaste que aquel diciembre transformaría cuanto encontró en su camino para siempre.

Fuera, la ciudad. Su todo y su nada. Ayer y hoy sin mañana. Escaparates que se revisten de memoria. Olor a madera. Volutas de incienso que vibran por todas partes como si, tras su nebulosa, pudiéramos extender los dedos y rozar con un suspiro la Semana que tanto esperamos. Sin embargo, la espera hace enorme la recompensa y, cuando ésta reclama su final, está ahí, al fin, el Viernes Santo.

Cuando cae su tarde ya nada más existe. Un embrujo ancestral que es el gran misterio de lo Divino. Un recuerdo sostenido que no hace temer por melancolía lo que es cariño. Es entonces más fuerte la soledad y más certera la compañía. Por dentro, cada emoción se guarda como un tesoro porque no sabes –porque no sé- cuando volverá para sorprenderme. Pero he aprendido que lo hará, regresará del  lugar perdido de mi alma para recordarme quien soy, que en el fondo seguimos siendo niños, que cada momento –donde fuere- me une más a ellos, que somos casi nada y casi todo, que la Cuaresma solo será realmente cuando pase a ser patrimonio del recuerdo y, en ese momento, pueda recordar una vez más con orgullo que soy hermano, del Santo Sepulcro.


Blas Jesús Muñoz





Fuente Fotográfica: Francisco Román





Recordatorio El cáliz de Claudio







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