En estos días en los que el reloj comienza a acelerarse de una forma
vertiginosa e inquietante, al menos para mí, tuve la inmensa suerte el pasado
domingo de tener uno de los turnos del besapiés y besamanos de los titulares mi
Hermandad. Como podrán figurarse, por delante de las sagradas imágenes circuló
un gran afluente de fieles, devotos, linenses…
He de reconocer que soy de los que a veces va demasiado deprisa por la
vida, se preocupa por nimiedades y no siempre disfruto de las pequeñas cosas.
Sin embargo, en ocasiones suceden cosas a mi alrededor que me detienen en seco,
llamadas de atención, señales… Llámelo como quiera.
Estando en mi Parroquia en este día tan especial para la Hermandad, en el
que nuestros titulares están en besamanos y besapiés, me tocó ser testigo de
conversaciones, unas veces habladas y otras calladas, entre personas mayores (y
no tan mayores) y las benditas imágenes. Sinceramente, muchas veces no sabía
como actuar, si alejarme un poco para no molestar en la oración, intentar
ignorar lo que mis ojos y mis oídos percibían… No pude, estoy convencido de que
el Señor me puso en ese lugar y momento exactos por alguna razón, como todo lo
que sucede en la vida. Él quería que fuera consciente de aquello. No les voy a
transmitir las palabras que capté, puesto que, al fin y al cabo, son lo de
menos. Pero sí quería compartir con ustedes la reflexión que estoy seguro que
el Señor quiso que hiciera a raíz de esos momentos en los que, simplemente, yo
estaba ahí.
Somos privilegiados del Señor, pensé. Sí, nosotros, los cofrades. Él nos
ha elegido para tender los puentes entre el pueblo y Él mismo. Bendita tarea la
nuestra, que la mayoría de veces ignoramos o sobre la cual pasamos de
puntillas. Gracias a las sagradas imágenes, cualquier persona puede acercarse a
la Iglesia a hablar cara a cara con Cristo o María, a ponerles rostro, a rezar
a través de los ojos. Es algo inexplicable ver a una persona mayor besar los
pies del Señor para luego elevar su mirada hasta su semblante y cruzar sus ojos
con los de Jesús, mientras apenas acierta a esbozar palabras con sus labios. U observar cómo un devoto se postra frente a la imagen de María, situada a su
misma altura, prácticamente de igual a igual, y acaricia suavemente la mano que
se dispone a besar, para posteriormente permanecer unos segundos buscando su
mirada y susurrar sus plegarias. Toda una vida amando y rezando a sus imágenes,
rogando por sus seres queridos o por cualquier otro motivo. Teniendo tanta
confianza y amor hacia Jesús y María como para terminar cada ruego con un
cálido “Hijo”, o “Hija”. Me llamó la atención la gran cantidad de personas que
salían con los ojos enrojecidos y secando sus lágrimas, señal inequívoca de que
habían abierto su corazón a Dios.
Verdaderamente es una sensación difícilmente explicable, les ruego
disculpen la falta de elocuencia, pero les invito a pasar por alguna Parroquia
un día de besamanos y a sentarse en uno de los bancos del templo, simplemente
para observar esa serie de conversaciones calladas entre los devotos y las
imágenes. Estoy completamente seguro de que llegarán a la misma conclusión que
yo: bendita tarea la de los cofrades.
Y es que, a veces, es conveniente aplicar aquello de “que se pare el
mundo que yo me bajo”. Vamos casi tan deprisa por este mundo como pasan los
días de esta cuaresma. Nos perdemos muchos detalles, pequeñas pinceladas que
esboza el Señor en nuestro alrededor y que merecen ser contempladas y una
reflexión profunda. Hay que disfrutar de la espera sabiendo que somos unos
privilegiados de Dios, que nos encomienda la imprescindible tarea de ser
intermediarios entre Él y el pueblo: su pueblo. Por ello, hemos de ser
cristianos comprometidos y buenos cofrades. Y es que nuestra gran labor
conlleva una gran responsabilidad.
José Barea
Fuente Fotográfica
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