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domingo, 27 de abril de 2014

Mons. Demetrio Fernández: Santos Juan XXIII y Juan Pablo II, rogad por nosotros


Dios es el dueño de la historia, el que dirige los acontecimientos de manera providencial, estamos en sus manos. Y a Dios le gusta intervenir en la historia, haciendo quiebros que nos desconciertan. Cuando nosotros los humanos lo tenemos todo planeado, todo estudiado y sometido a estadística, cuando lo tenemos todo calculado, Dios irrumpe en la historia con gratas sorpresas que llenan de esperanza el corazón del hombre.

Es lo ocurrido con estos dos Papas en la historia más contemporánea de la humanidad, no sólo de la Iglesia. Juan XXIII sacó a la Iglesia del peligro siempre acechante de estar preocupada por su autoconservación, de ser autorreferencial, abriéndola al mundo para el que la Iglesia siempre tiene la buena noticia del Evangelio y el mandato misionero de anunciarlo sin demora. Y conmovió a la humanidad entera desde el primer día de su pontificado en 1958. Más adelante convocó el Concilio Vaticano II con esa osadía tan propia de los santos. Gracias a este Papa hemos tenido el acontecimiento más importante de la humanidad a lo largo del siglo XX y uno de los acontecimientos más importantes de toda la historia de la Iglesia. San Juan XXIII el bueno, el papa del Concilio Vaticano II.

Y más tarde, llegó el papa Juan Pablo II el grande, en 1978. La sorpresa de un pontificado anterior de 33 días, preparó otra sorpresa aún más grande: un papa polaco, venido de lejos para presidir la Iglesia de Roma. El papa que ha puesto al sucesor de Pedro en todos los foros del mundo como nunca jamás había sucedido antes. Con la actitud de Cristo siervo de todos, Juan Pablo II ha llegado a todos los continentes, a muchos países, a todo el mundo, para ser testigo de Cristo Redentor del hombre y ofrecerles a todos su misericordia. Es el papa de la misericordia, el papa de los jóvenes, el papa que había sufrido en sus carnes las dictaduras del siglo XX, cuando su propia familia desapareció prematuramente, el papa que hizo caer el muro de Berlín después de sufrir un atentado del que le salvó milagrosamente la Virgen de Fátima (era el 13 de mayo!), nuestro papa, podemos decir la inmensa mayoría de los cristianos contemporáneos. Hace tan solo nueve años de su muerte y estamos casi tocándolo con las manos.

Qué alegría tan grande ver a estos dos papas canonizados, puestos como modelo de vida cristiana, intercesores desde el cielo para todos los que aún estamos de camino. “La Iglesia está viva, la Iglesia es joven, la Iglesia lleva en su seno el futuro de la humanidad”, repetía Benedicto XVI el sabio. Nunca ha tenido la Iglesia una lista tan larga de papas santos como los de hace más de un siglo. Y es que en una época de tantas turbulencias y de tantos cambios, sólo los santos son capaces de hacer aportaciones positivas a la historia. Estos papas lo han hecho y la humanidad entera ha de reconocer la gran aportación de cada uno de ellos, gastando su vida sin interés personal para dar a conocer a Cristo y la belleza de la vida cristiana.

Hoy el papa Francisco nos alienta a todos a la nueva evangelización con nuevo estilo, con sencillez y cercanía, despojando a la Iglesia de tantas adherencias que puedan obnubilarla. Se acerca a los pobres con audacia, dejándonos pensativos y rumiando sus palabras de que los pobres son el tesoro de la Iglesia. Ellos tienen mucho que enseñarnos. “La nueva evangelización es una invitación a reconocer la fuerza salvífica de sus vidas y a ponerlos en el centro del camino de la Iglesia” (EG 198).


La fiesta de la divina misericordia, en el domingo octava de la Pascua, Jesús se acercó al apóstol Tomás para mostrarle sus llagas gloriosas y hacerle palpar su costado abierto, que le llevó a confesar una fe rendida: “Señor mío y Dios mío”. Para nosotros, este año, el costado abierto de Cristo, de donde brota la misericordia, nos viene mostrado por la canonización de estos dos papas santos, san Juan XXIII y san Juan Pablo II, a los que la Iglesia pone en el candelero de la Casa de Dios, para que sus vidas sean un ejemplo elocuente de que Jesús resucitado camina en su Iglesia junto a nosotros. La santidad es para todos, la santidad está al alcance de la mano, porque es un don de Dios que se nos ofrece con abundante misericordia.





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