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jueves, 12 de junio de 2014

La oración como arma política



 “No habrá paz entre las naciones sin paz entre las religiones”. Es el axioma que viene repitiendo, desde hace décadas, Hans Küng, el teólogo católico disidente impulsor de una ética mundial. El Papa Francisco parece compartir su opinión. Y quiere demostrar, con el gesto de una oración compartida, que, efectivamente, las religiones no son parte del problema ni su causa, sino parte de la solución. Incluso en Tierra Santa, donde las guerras y los conflictos hunden sus raíces en la época de Abraham.

Abraham tiene dos hijos: Ismael e Isaac. El primero, padre de los árabes. El segundo, de los judíos. El primero, hijo de la esclava Agar. El segundo, de Sara, la esposa del patriarca. Y, desde el comienzo, Sara no quiere compartir casa ni tierras con el hijo de Agar y pide a su marido que expulse a la esclava, y a su hijo, Ismael. Abraham, con dolor del corazón, cede a su pretensiones y los echa.

Desde entonces, los dos hermanos están en guerra. Pero si aquí nacen las disputas, también se origina la paternidad común. Abraham es el padre de todos los creyentes. De él surgen las tres grandes religiones del Libro: Judaísmo, islamismo y cristianismo. Las tres grandes ramas monoteístas tienen la misma raíz, el mismo tronco, el mismo padre común.

El Papa recurre a estas raíces y, como hombre de fe, convoca, en su casa del Vaticano, a otros dos hombres de fe que, a la vez son políticos. Francisco pone en juego su credibilidad y su enorme autoridad moral. Hay quien dice ya que el Vaticano de Francisco es la ONU del siglo XXI. Y, de hecho, por allí han pasado ya todos los grandes del mundo. Desde Obama a Putin, pasando por Merkel, Abe, Hollande o Cameron.


Una oración a tres como palanca para construir la paz. Una oración como llamada a la conciencia de los protagonistas del eterno conflicto árabe-israelí. Una oración conjunta como impulso para mover la voluntad política de las partes enfrentadas. El Papa sabe que si tres hombres de fe oran juntos al Dios de Abraham (al mismo Dios), sus plegarias tienen la fuerza suficiente para mover las montañas del odio y del rencor acumulados durante siglos.

La oración en los jardines vaticanos habla a los presentes, porque rezar juntos crea vínculos de fraternidad. Pero también a los ausentes: a los políticos, a las potencias, al universo judío y al mundo musulmán. Y, en definitiva, al corazón de los pueblos. También al de los otros muchos pueblos desgarrados por guerras y conflictos. Un gesto elocuente. Un paso hacia la cultura del encuentro. Un rayo de luz y de esperanza.

El Papa sabe, además, que rezar por la paz lleva a construirla artesanalmente, en el día día, desde el corazón, desde la espiritualidad o desde el alma. Para evitar la globalización de la indiferencia, es decir el acostumbrarse a que el conflicto arabe-israelí se convierta en algo endémico.

La oración como palanca de la paz. Con consecuencias prácticas y políticas inevitables. Como las tuvo, hace ya meses, cuando Francisco convocó al mundo para rezar por la paz en Siria y, con esa oración, consiguió detener el ataque estadounidense.

Porque la oración en las tres grandes religiones (y en otras muchas) tiene sentido en sí misma y una fuerza inaudita. “La oración lo puede todo”, tuiteó el Papa. Es la fuerza de los que están convencidos de que el Dios todopoderoso acompaña a sus hijos y guía la Historia. Y que ésta no es sólo la sucesión de momentos, sino que el tiempo tiene un sentido eterno. Oración como símbolo de la piedad que los orantes pueden suscitar en la divinidad y signo de que la Historia pueden moverse por el camino de la fraternidad y de la esperanza.

¿Qué conseguirá con la oración de Peres, Abbas y el propio Papa en el Vaticano? Quizás sólo un gesto profético. Pero un gesto que puede mover conciencias. Y voluntades políticas. Y poner en marcha de nuevo el proceso de paz palestino-israelí. Y que los hijos de Abraham puedan compartir, por fin, rito, mesa y tierra. Y Palestina-Israel (dos pueblos, dos Estados) vuelva a ser, de verdad, la Tierra Santa, donde los dos hermanos (Isaac e Ismael) vuelvan a convivir en paz.
  




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