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domingo, 27 de julio de 2014

Enfoque: Luis Álvarez Duarte. Restaurador (II)


Las grandes transformaciones

A tenor del éxito cosechado entonces, Luis Álvarez Duarte se vio envuelto en una copiosa serie de encargos, tanto de imágenes nuevas como de restauraciones. En esas condiciones, habría sido muy difícil aplicar un procedimiento científico como el desglosado en los criterios internacionales de restauración, que recomendaban catas estratigráficas, abundante documentación fotográfica y radiológica, cuidadosos procesos de limpieza y un absoluto respeto a la impronta original. En una dirección casi opuesta, lo que las hermandades y comitentes particulares demandaron del artista no fue sino una profunda revisión de sus imágenes, al objeto de acercarlas a la nueva estética imperante. De hecho, en todos los casos tuvieron lugar cambios que no atendían a necesidades de conservación de las piezas escultóricas. De este modo, entre 1971 y 1982 tuvieron lugar las intervenciones más discutidas del autor hispalense en Málaga: las ejecutadas sobre las dolorosas de Monte Calvario (1971), Consolación y Lágrimas (1972), Gran Poder (1977) y Gracia (1982). La restauración sobre la imagen de la Soledad del Sepulcro, también de 1972, fue más superficial y afectó únicamente a la policromía, que sí cambió por completo.


En lo referente precisamente a ese último aspecto, el de la policromía, cabe apuntar que en todos los casos Duarte realizó una nueva -algo inherente al hecho de retallar las facciones-, teniendo lugar unas encarnaduras algo intensas que, con el tiempo, han provocado nuevas intervenciones al objeto de corregir el torcido que el color ha ocasionado. Las dolorosas del Calvario, Gran Poder y Soledad, aquejadas de un desagradable viraje de las carnaciones hacia tonos anaranjados, fueron restauradas por el profesor Juan Manuel Miñarro, entre 2001 y 2005. Actuaciones éstas que no fueron del agrado de Álvarez Duarte, quien ha apuntado en más de una ocasión que las imágenes han perdido al ser también alteradas, hasta el punto de considerar el asunto como espinoso.

Según el testimonio personal del canónigo y capellán del Calvario Manuel Gámez López, la labor acometida sobre la antigua dolorosa del Calvario no fue una restauración sino una transformación en toda regla, aseveración que es compartida unánimemente por la crítica. Entusiasmado por el efecto que causaron en Málaga las vírgenes de la Paz y la Paloma, no dudó en confiar personalmente la talla al imaginero, al objeto de que la rehiciera por completo. Sánchez López afirma categóricamente que “no cabe hablar de retallado o remodelación de una mascarilla previa, sino de una nueva imagen”. Sin embargo, el sacerdote asegura que el trabajo se acometió directamente sobre lo que existía, respetando eso sí las manos que le tallase Eslava Rubio -en las cuales se basó Duarte para la tonalidad de la encarnadura-. Aludiendo al cúmulo de intervenciones transformadoras de aquellos años, Manuel Gámez asegura abiertamente que en todas las ocasiones se dio al imaginero absoluta libertad para que, desde la confianza en su asombrosa inventiva, trabajase según su criterio. Entre otras circunstancias históricas, nos recuerda que fue el hermano marista José Cabello, quien entonces trabajaba en Sevilla, el que de alguna forma alertó a los cofrades malagueños de la oportunidad de descubrir al joven imaginero, hasta el momento desconocido.

En cuanto a la dolorosa de Consolación y Lágrimas, la actuación de Luis Álvarez Duarte ha sido considerada del todo censurable, por cuanto hizo prevalecer absolutamente su autoría sobre la anterior, ya anecdótica por invisible, del malagueño Fernando Ortiz -atribución hoy compartida por la crítica-. A pesar de que el propio imaginero haya negado un procedimiento tan arbitrario, aduciendo que tan sólo intervino en la encarnadura, el testimonio gráfico nos asegura que se cambiaron aspectos fundamentales en la iconografía. Así, la anterior inclinación de la cabeza dio paso a una hierática y forzada pose frontal, al tiempo que los párpados fueron retocados al objeto de ampliar los ojos; ambas actuaciones nos llevan a pensar que se quiso emular una tipología iconográfica de dolorosa dialogante -por evidente influjo de la escuela sevillana y del reciente éxito en el remozado aspecto de la Esperanza- muy lejana de la introversión característica de las imágenes dieciochescas locales.

Algo extraordinariamente similar sucedió con la Virgen del Gran Poder, que fue apartada del culto para una intervención muy rápida, durante la cual el imaginero actuó nuevamente sobre los párpados, abriéndolos, y cambiando sustancialmente la expresión. También “imprimió mayor volumen a las mejillas, perfiló el mentón y nariz, dulcificó el fruncido del entrecejo … y acentuó la sensualidad y carnosidad de los labios entreabiertos”. Lo más llamativo, no obstante, fue una estridente policromía de tonos morenos que le daba una impronta diametralmente diferente. Nada podemos atisbar en sus facciones que recuerden a la talla anónima dieciochesca que un día fuera.

El caso de María Santísima de Gracia es probablemente el último de aquellos que constituyeron un antes y un después. Tal y como advierte Ana María Espinar en su mirada retrospectiva con motivo del cincuentenario de la efigie, “más que resanar la policromía y los desperfectos que presentaba la talla, realizó una audaz remodelación de la misma, especialmente evidente en el rostro, otorgándole la fisonomía que hoy presenta”. Así, y tras una evaluación somera, la misma autora advierte incluso un importante rejuvenecimiento, pues “la talla de Lastrucci presentaba rasgos más maduros”. En este sentido, Duarte fue clarísimo al detallar que su actuación fue “de acuerdo con la Junta de Gobierno de la Hermandad del Rescate, de transformar una mala copia de una dolorosa de Salzillo, en una de las más bellas Vírgenes que actualmente se pasean por Málaga”. El manifiesto sentimiento de superioridad frente a la anodina talla de Lastrucci, por su desparpajo, recalca un carácter un tanto presuntuoso y lejano de la objetividad que debiera presidir la tarea restauradora. La renovación integral de la mascarilla habría de interpretarse, directamente, como obra radicalmente nueva, tal y como aduce Sánchez López al adjudicarle con acierto toda su autoría.

Las restauraciones de estilo conservador

Tras el floreciente periodo reseñado, que vino aparejado de bastantes obras nuevas para la ciudad -la Virgen de la Paz en 1970, la de la Paloma en 1971, el grupo escultórico de la Sagrada Cena en ese mismo año, el Cristo del Císter en 1978, la Virgen de la Merced en 1982 y su San Juan Evangelista en 1986, la Virgen de la Salud en 1988 y el Cristo de la Esperanza en su Gran Amor en 1991-, se produjo un margen de diez años en los que Luis Álvarez Duarte no intervino en ninguna imagen procesional malagueña. En ese tiempo los procedimientos técnicos del autor, y cabría decir que hasta el estilo, evolucionaron hacia métodos más respetuosos con la obra artística previa. No en vano fue entre 1980 y 1984 que Duarte viajase a Florencia en varias ocasiones con la intención de formarse en la Escuela de Restauración de dicha ciudad italiana, al tiempo que se deleitaba en la contemplación de los maestros del marmóreo barroco.

Si algo es constatable de las actuaciones sobre las cinco imágenes marianas que restauró a partir de 1992 -el Rocío, la Paloma, de nuevo la Esperanza, las Angustias y la Paz-, es que actuó únicamente sobre la superficie polícroma, respetando íntegramente la talla en madera. Esto, si bien no se podría considerar como una actitud purista frente a la obra de arte como testimonio histórico y documento, concede cierto margen a la reversibilidad pues respeta los aspectos plásticos del modelado. Particularmente representativa de esta línea fue el modus operandi aplicado en la restauración llevada a cabo en 1992 sobre la imagen de María Santísima del Rocío; en ese caso en particular, la actuación tuvo como base la eliminación de la primigenia policromía de Pío Mollar Franch para acometer una encarnadura absolutamente nueva que, sin embargo -y por primera vez-, no ha llegado a trastocar su fisonomía. El resultado es una evidente suavización de los rasgos, gracias al ilusionismo óptico que provocan las veladuras; en tal sentido, se afina el perfil de la mandíbula y se insinúa la morfología muscular del cuello sin aplicar ningún procedimento de talla, algo ya ensayado en la polémica restauración de la Esperanza de Triana. Al hacer desaparecer la pintura original se volatiliza al mismo tiempo buena parte del carácter conferido por el autor de la obra. Sin embargo, también se consiguió poner de relieve un correcto modelado -sobre todo en las manos- que no era tan evidente con la policromía plana y vacía de matices que le otorgó el artista valenciano a la talla. De un lado, se pierde parte de la estética de la imagen -y en paralelo se pierde algo de la imagen como testigo-; de otro, se gana en plasticidad. Sin duda nos encontramos de nuevo ante otro modo de participación creadora no objetiva.


Quizá la restauración de la Virgen de la Paloma -2008- haya sido la más discreta de cuantas Duarte ejecutase. El mismo autor explicó el procedimiento llevado a cabo en unos términos del todo convincentes: “le hice un candelero nuevo y limpié su policromía porque tenía mucha suciedad acumulada. Es una imagen muy particular, de expresión medio sonriente a la vez que Dolorosa. Cuando me la encargaron, les dije a sus cofrades que quería ponerle los ojos del color de Málaga por la mañana, del Mediterráneo, esos ojos verdes que lleva y que creo fueron un acierto”. La seguridad con que Álvarez Duarte se reafirma en lo que hizo casi cuarenta años antes de pronunciar esas palabras -sabedor de que el éxito de aquella dolorosa tuvo mucho que ver en su carrera artística a partir de ahí- nos confirma hasta qué punto actuó con sumo respeto hacia sí mismo, al restaurar una obra de propia factura. De todas las labores que se compendian en este estudio, nos atrevemos a decir que es la que llevó a cabo con mayor rigor. Lo paradójico es que esto se diese por primera vez en una talla suya. La evidencia, tras el análisis detenido de la imagen, es la de una obra que ha conservado al máximo la impronta de una obra de juventud, por lo que podría afirmarse que continúa erigiéndose como fiel testigo de una etapa creativa, algo de gran valor para el estudio historiado de las piezas artísticas.

En 2009 llegaba a manos del imaginero la singular oportunidad de restaurar de nuevo a la Virgen de la Esperanza. Con el paso de los años, el color aplicado a la talla del cuello -que, si recordamos, fue todo obra de Duarte- había torcido hacia un extraño tono verdoso que producía un marcado contraste con la policromía del rostro. Ello se unía a la aparición de grietas en diversas zonas y al deseo de la archicofradía de eliminar unos desafortunados barnices aplicados en otras restauraciones acometidas: “Hace unos cuatro o cinco años, la Virgen sufre una limpieza total en la que lo único que hacen es alterar mi policromía, una limpieza que deja un antiestético brillo y con la que la hermandad no está contenta”. La restauración, además de resanar y consolidar los aspectos internos de la escultura, consistió en retocar la policromía de forma evidente. Se igualó la tonalidad del cuello a la de la cara y se procedió a una limpieza general que hizo desaparecer los antiestéticos brillos. Por otro lado, Duarte aprovechó para modificar sutilmente algunos detalles de su propia policromía de 1969, afinando las cejas y la sombra de las pestañas pintada en los párpados inferiores, al objeto de optimizar la dulzura de la mirada. Colocó pestañas nuevas -también algo menos abundantes- y lágrimas engarzadas en la policromía. Como ejemplo del modo en que son aceptadas e interpretadas estas intervenciones en las imágenes -dando por sentado que no se trata sólo de conservar-, citaremos una breve reseña de la prensa local: “El restaurador ha actuado sobre los brazos y su articulación, sobre la sujeción de la corona y ha tocado la policromía de la cara, devolviéndole el característico color moreno de su tez y dándole unos ligeros toques rosados en las mejillas”. Cabe añadir que el artista quiso realizar un nuevo juego de manos para la imagen, al objeto de sustituir las anteriores. “El propio autor ha venido manifestando durante años que las circunstancias en las que las realizó no eran las idóneas para ejecutar el trabajo que, incluso por su devoción personal hacia la Virgen, él hubiera deseado. Por esa razón se propuso a sí mismo que algún día, en la madurez de su carrera, le haría a la Virgen otras manos mejores”.

La restauración, en 2011, de la Virgen de las Angustias, consistió fundamentalmente en la consolidación de la mascarilla, en un peligroso estado, así como en la eliminación de repintes al objeto de restablecer un aspecto más aproximado al que pudo darle su autor -muy probablemente Castillo Lastrucci según la atribución de Juan A. Sánchez López-. El retoque de la policromía es evidente, especialmente -de nuevo- en las cejas y sombra de pestañas, así como en los labios -donde el repinte era más tosco-. Sin embargo, lo que destaca de esta restauración es la leve apertura de los párpados, trabajo que le acerca de nuevo a sus primeras intervenciones en imágenes marianas, propiciando una expresión ligeramente distinta. La exposición actual de este tipo de procesos a la opinión pública se materializa en el hecho de que buena parte de la misma se manifestó en el sentido de advertir elocuentes alteraciones en la imagen. A raíz de una representativa encuesta realizada por el portal cofrade El Cabildo en fechas inmediatas a la entrega de la imagen se ponía de manifiesto esa impresión: “Al preguntarse si los lectores evidencian cambios en la fisionomía de la talla, cabría unir los votos negativos que la advierten y los positivos que, aunque a mejor, también contemplan una alteración del aspecto. Ambas opciones acaban por sumar un 66´8 % del total, 263 votos”. En cierta medida, esa convicción viene dada por el remozado aspecto -gracias a una policromía mucho más uniforme-, la nueva expresividad dialogante y una impresión de lozanía o juventud redescubierta, quizá oculta por el oscurecimiento natural de la imagen.

Finalizamos este análisis con la última de este rosario de restauraciones, llevada a cabo en el presente año de 2012, la de la Virgen de la Paz. Apuntaremos aquí que la presentación de la imagen ya restaurada ha concitado de nuevo la división de opiniones, entre los que afirman categóricamente que se ha devuelto a la Virgen el aspecto que tenía en los años 70 del siglo XX, y los que se avienen a que la aplicación de un estilo de policromía más maduro -respecto a la lógica evolución del imaginero- ha trastocado la que era una representativa obra de juventud. El objeto de la intensa polémica nace de la eliminación de unas carnaciones -sombreado de párpados, rojez de las mejillas, intensa encarnadura de los labios- que el autor afirma no considerar propias. Se atribuye, quizá erróneamente, esos defectos de la policromía a una de las restauraciones llevada a cabo por Estrella Arcos Von Haartman. Lo que sí se puede constatar es que tales detalles no existían con tal intensidad en la imagen cuando fue realizada; y una de las razones de este aspecto pudiera deberse a que estuviesen muy matizadas bajo la pátina original, quizá eliminada en la limpieza de la imagen. En la presente intervención, si bien se ha respetado la talla en su modelado, se ha conferido a la obra de una nueva policromía que, recreando la primitiva, se acerca mucho más a la producción más madura del escultor. Así, el enrojecimiento del borde interior de los párpados, la aplicación mucho más sutil de los frescores o el virtuosismo con que se han pintado unas cejas casi hiperrealistas, dan lugar a pensar en una obra reciente. Quizá en este sentido, y aún desde el convencimiento de que nos encontramos ante una policromía realizada con maestría, añoramos las pequeñas imperfecciones que la hacían referente de una etapa en la vida del escultor.

La visión del artista

Llegados hasta aquí, se hace interesante cotejar nuestras afirmaciones con declaraciones del artista y restaurador que no siempre se corresponden con el método de trabajo aplicado en cada caso. Espetado por la posibilidad de que retoque las imágenes que restaura, Duarte responde: “Las imágenes se hacen en una época y yo no soy partidario de alterar su morfología … Yo siempre digo que para alterar una imagen prefiero hacerla nueva”. Un tanto consternado con la forma en que desempeñan su labor otros restauradores, asevera: “Hay quienes todavía no se han dado cuenta de que las imágenes son sagradas y a ellas se les rinde culto. No son fachadas de iglesias ni de catedrales las cuales hay que limpiar. En la restauración de una imagen nunca se debe limpiar, únicamente hay que conservar”. Bastante explícito, finalmente, se muestra cuando se le pregunta acerca de apartar la creatividad del trabajo restaurador: “La forma de trabajar es distinta. Uno debe limitarse a olvidarse de todo y trabajar. No cuesta trabajo”.

“Todos nos equivocamos; pero hay que tener respeto, empezando por uno mismo”.

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