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sábado, 30 de agosto de 2014

La Firma Invitada: Palabra de Marvizón


Apareció sin hacer ruido a la altura de la puerta del Palacio Arzobispal. Iba solo. Él sabe que hay momentos que la ciudad reproduce a los que uno debe acercarse en solitario, buscando ese encuentro íntimo, con la única compañía del amor por Sevilla. Y así llegó a la plaza, con las manos en los bolsillos, despacio, conociendo cada aroma que traía la brisa del alba.

La Virgen de los Reyes estaba entrando. Le daba la cara al pueblo en su última chicotá para volver a la Catedral. Entonces observé que su mirada se detenía en la sonrisa de la Patrona. Y Manolo también sonreía. Lo hizo en el momento justo del silencio sepulcral que se hace en Sevilla cuando está a punto de marcharse la Virgen de los Reyes. En Sevilla no hay nada más serio que sus silencios. El silencio del Silencio y el silencio de la Real Maestranza. Entró la Virgen y Manolo seguía sonriendo.

Pasado un breve espacio de tiempo, el que tardan en retirarse de la reja las monjitas de clausura de la Encarnación allí arriba, le pregunté a Manolo.

– Dime, Manolo Marvizón. ¿A que es verdad que sin este silencio que hemos vivido cuando entraba la Virgen, Sevilla no se entiende?

No lo pensó ni un instante, y con una rapidez inusitada se adelantó a contestar.

– Sin este silencio lo que no se entiende es la música.

Y así fue como Manolo Marvizón le explicó al mundo, a través de la retransmisión de El Correo de Andalucía Televisión, que los silencios de esta ciudad son los que provocan la música, su música, todo eso que Manolo Marvizón lleva dentro. Así, con una definición rotunda, nacida en el fondo de ese pozo que guarda agua fresca de música andaluza y armonías de piano, el músico sevillano le confesaba al universo el lugar exacto en el que nace tanta emoción.

Es pues el silencio de Sevilla la fuente en la que bebe este poeta de la clave de sol para dar a luz las piezas que nos hacen llorar delante de la Hiniesta, la Estrella, la Candelaria, la Macarena, los Dolores del Cerro, Santa Cruz, Buen Fin, las Mercedes, la O e incluso el Amor. O delante de San Bernardo o de todas las Glorias de la ciudad más hermosa del mundo. Es el silencio.

Manolo estuvo en la plaza, junto a una farola en la puerta de Palacio, hasta que Bejarano metió en el templo el palio de tumbilla de la Patrona que habían venido a adorar los fieles y devotos de los barrios, de la provincia e incluso de las costas de Andalucía. Después, cuando la puerta quedó cerrada, Manolo dibujó en su rostro una pequeña sonrisa. Seguramente había cumplido en sus entrañas con aquel rito que ya de pequeño le enseñaron a respetar.

En Sevilla tenemos Marvizón en el suelo, en las alcantarillas macizas y piezas de saneamiento; tenemos Marvizón en el cielo, don Julio, que entiende de climatología y de Síndone de Turín. Y tenemos a Marvizón el de la Hiniesta, nuestro Manolo, el de la marcha Candelaria, el marido de Charo Padilla, el músico, el chaval que jugó por las calles de un barrio de Los Remedios que se asomaba al mundo. El mismo de las marchas de coronaciones, el cofrade, el hombre que ha sido capaz de darle un sello propio a sus composiciones. Porque el éxito de Manolo Marvizón es que cuando escuchamos de lejos una marcha todos decimos: eso es de Manolo Marvizón.

Indiscutible. Y, para mí, el Manolo Marvizón que le ha puesto más emoción –aún si cabe– a muchos temas, por ejemplo, de Los Romeros de la Puebla. Por cierto, ¿para cuándo el reconocimiento universal que merecen José Manuel Moya, Pepe Angulo, Manolo y Faustino Cabello y Juan Díaz? Además de haber estado 45 años cantando y contando, enamorando, defendiendo la tierra y la costumbre, anunciando primaveras y amores imposibles, cantándole a la Semana Santa, el Rocío y las barcas ya vencidas por la sal de los años en la mar, ¿qué más tienen que hacer Los Romeros de la Puebla? ¿Es que medio siglo de sevillanas no es suficiente? ¿De verdad no han hecho Los Romeros lo suficiente para que alguna medalla –además de las de sus Hermandades– no cuelgue ya de su pecho?

Manolo Marvizón es hombre sencillo, amigo de sus amigos, sevillano como le gusta a Sevilla y ciudadano cabal. Pero, sobre todo, es capaz de traducir miradas y gestos. Sí, debe ser por su condición de artista –poeta musical– que cada vez que te mira conoce tu estado de ánimo. A Manolo se le puede expresar un sentimiento porque lo entiende. Se le puede contar una emoción porque la comparte, se le puede confesar el porqué de una lágrima porque conoce el sabor de la sangre que la provoca. Es encantador y amable. Sensible de corazón. Marvizón entiende la ternura y sabe escribirla.

A esta hora la Virgen de los Reyes descansa en la Catedral de Sevilla. Ha vuelto a sembrar devoción en el entorno de su casa. Y allí, muy cerca de la fuente que contempla orgullosa cada primavera todos los pasos de Cristo y los palios, regresó el día 15 un músico que buscaba, como siempre, un silencio en el que cimentar su nueva inquietud, un silencio en el que reposar el pálpito de su pecho, un silencio que grite bien alto lo que siente en su pecho el artista. Marvizón buscaba el silencio que le da la vida. Debe haber tanto sonido en su cabeza que el silencio será necesario como oasis musical en el interior de su yo.

Manolo Marvizón estaba el otro día en la puerta del Palacio Arzobispal. Iba sólo. Creo que buscaba el silencio. Y lo encontró. Ahora estoy deseando escuchar la música que nace de ese momento en el que la Giralda manda callar sus campanas y un silencio sevillano, muy sevillano, atraviesa la ciudad y busca la esquina de la calle Don Remondo, la misma en la que se hizo el silencio cuando Alberto y Ascen subieron al cielo.

Yo sé que Marvizón, el cofrade, me entiende. A él le duele Sevilla como a mí sus notas musicales. Mucho. Por eso, justo cuando el pueblo respetaba la entrada de la Patrona, me atreví a preguntarle por el silencio de Sevilla. Y entonces me contestó: «Sin este silencio lo que no se entiende es la música». Y se marchó de la plaza con las manos en los bolsillos, protegiendo los dedos que buscaban con urgencia el teclado de un piano. Un piano que, seguro, me hará llorar.




Recordatorio La Firma Invitada




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