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domingo, 31 de agosto de 2014

Madera de artista

Navarro Arteaga


Hubo unos años en los que se encendieron las luces rojas sobre el porvenir de un gremio que había tenido a Sevilla desde el siglo de oro como su capital universal. Se llegó incluso a acuñar un término, el de la «generación Munarco», para definir a jóvenes imagineros que, al exponer de manera frecuente en la muestra de artesanía cofrade en sus primeros años, alimentaron tal situación de emergencia. ¿Qué iba a pasar tras Luis Álvarez Duarte, Juan Manuel Miñarro y Antonio Dubé de Luque? Aquella emergencia, por fortuna, solo fue una falsa alarma porque hoy la calidad y la innovación de un importante grupo de artistas de la escultura permiten que Sevilla siga siendo la capital universal de la imaginería.
  
Puede ser muy osado comparar este grupo de artistas que hunde sus raíces en el mejor pasado y que se proyec­ta con fortuna hacia el futuro como una especie de «Generación del 27» de la imaginería. Aunque parezca una exageración, algo de aquel espíritu de poetas subyace en la realidad de este colectivo de imagineros que trabajan y viven en Sevilla: respeto por el pasado, conocimiento técnico excepcional y un intento de innovar dentro de los lí­mites que forman parte del libro de oro no escrito de la estatuaria sacra. Este grupo tiene varios referentes. Los más claros son cuatro, José Antonio Nava­rro Arteaga, Darío Fernández Parra, José María Leal y Fernando Aguado. Está claro que hay más como Fernan­do Murciano, Jesús Méndez Lastrucci, Manuel Ramos Corona o Dubé Verdu­go con un futuro prometedor, pero a la tetrarquía inicial se la puede considerar como la fundadora de esa generación que es la que con claridad le toma el relevo a la de Alvarez Duarte, Miñarro y Dubé de Luque.

El más veterano y quizá el referen­te es José Antonio Navarro Arteaga. Él mismo se considera como autodidacta, aun­que estuvo en el taller de Juan Ven­tura. Su estudio está en la calle Betis y sus balcones miran al Guadalquivir. La serenidad de las aguas del río son las que quizá le imprimen a sus figu­ras esa fuerza tranquila que las hacen inconfundibles. Para Arteaga la inno­vación consiste en «la aportación que cada uno de nosotros le da a sus obras. Más que innovación —indica el artis­ta— a mí me gusta hablar de carácter y originalidad». Una de sus principales obras para la Semana Santa de Sevilla es una imagen que quizá marcó un antes y un después en su carrera, la del Cristo de la Esperanza para la Agrupación de Ciudad Jardín. Se trata de un Cautivo andante que más que arte contempo­ráneo es una visión contemporánea de una iconografía clásica como es la del Cautivo. El misterio que proyectó para acompañar a la imagen, el que refleja el paso del Señor por el puente sobre el torrente del Cedrón, también está cargado de novedades. «Yo pienso —comenta Arteaga— que es bueno con­jugar el pasado con la innovación, por­que no hay que olvidar que nosotros hacemos imágenes para que la gente le rece, imágenes que transmitan una se­rie de emociones, de ahí que yo piense que los imagineros seamos una espe­cie de psicólogos del alma». Navarro cree que la aportación más innovadora de la Semana Santa es el misterio que Ortega Bru realizó para la Cena, en el que, según su opinión, el imaginero re-interpretó la escultura de Juan de Juni por la fuerza del conjunto. «Recuerda —dice— la que se lió en Sevilla cuando se estrenó y fíjate ahora»

José María Leal

Para otro miembro de este grupo, José María Leal, licenciado en Bellas Artes, aprendiz en los talle­res de Miñarro y de Sebastián Santos Calero y miembro de una familia es­trechamente vinculada a Buiza, la obra más innovadora de la Semana Santa y sus alrededores es precisamente una de Navarro, el Cristo de la Esperanza. Leal ha sido otro de los artistas que ha querido explorar nuevos caminos en el ámbito de la imaginería. No sólo estudia hasta el último detalle desde los primeros bocetos al remate final de las obras, sino que intenta explorar caminos distintos «no saliéndote de la temática que estás tratando —según su opinión— sino aportando algo nuevo» A su juicio, «un imaginero puede ser un artista tan moderno como Barceló porque ofrecemos una visión del siglo XXI de modelos clásicos, como Bar-celó con su cúpula». Las aportaciones más innovadoras de José María Leal han estado en las composiciones que ha realizado. Un Traslado al Sepulcro para Torralba de Calatrava, en Ciudad Real, incorporó un Ángel a la escena; la Mortaja que ha hecho para Jerez va más allá: la visión del misterio no es frontal ni frontolateral sino que se desarrolla en los 360° del conjunto; las figuras rodean no una cruz sino un tronco seco recogiendo un pasaje del Evangelio de San Juan; las imágenes se disponen en varias alturas y la de la Virgen aparece no sosteniendo el cuerpo de su Hijo sino arrodillada en la delantera del conjunto.

Darío Fernández

Darío Fernández Parra es discípulo de Dubé de Luque. Pero muchos creen que es la reencarnación de Pedro Roldán, aunque él no lo pien­sa así. ¿Cómo se puede considerar van­guardia a alguien que parece un maestro del pasado? «La aportación que puedo hacer viene de la mixtura --comenta Darío— porque la mayor innovación de mi obra es la fusión de estilos que a su vez generan uno propio». El ma­yor impacto que provocó Fernández Parra cuando comenzó en los últimos años del siglo pasado fue el de rom­per con el acusado movimiento de las imágenes que vino con Ortega Brú y que asumieron de inmediato un buen número de jóvenes escultores. «Orte­ga Brú —según el imaginero— se puso de moda, él trajo modelos que en el norte de España no habrían sorprendido tan­to pero aquí sí. Si Ortega Brú hubiera trabajado en el norte no se le habría considerado tan innovador». Darío se aleja de los retorcimientos y comienza a tallar imágenes esquemáticas de líneas claras y contundentes. El paradigma de este periodo es la Borriquita de Teneri­fe de 2004 y sobre todo el Resucitado de Pontevedra, obra del mismo año. Ambas tallas son más que materia idea pura. «Voy buscando —indica el artis­ta— el naturalismo, no el hiperrealismo que se emplea en otras partes, sino un naturalismo entendido como imágenes con vida y con alma propia>). El artista reconoce que ese esquematismo de su trabajo que llamó la atención hace años lo deja a veces a un lado para cambiar de registro: «como Picasso hacía». En su taller hay ahora dos crucificados con tratamientos muy diferentes, uno lleva el sudario muy arrugado y el otro com­puesto a base de planos que se cortan.

Fernando Aguado

El más joven de esta generación es Fernando Aguado, licenciado en Bellas Artes en la especialidad de restauración y aprendiz en el taller de Miñarro hasta que montó el suyo propio. Aguado, al igual que el resto de sus compañeros, se puede llevar se­manas estudiando e investigando antes de coger el carboncillo para esbozar en papel las primeras líneas de una imagen. En este caso inspiración y co­nocimiento dan como resultado obras con personalidad propia. «Yo utilizo el retrato —asegura Aguado— pero no para disfrazar a los personajes de los modelos sino para captar del modelo expresiones básicas y luego trasladar­las a la obra. Así consigo hacer imáge­nes distintas que no parezcan muñecos ni figuras falleras». En los misterios de Aguado cada figura tiene además de su papel, personalidad propia como para vivir al margen del grupo. Esta puede ser su aportación más destacada. A su juicio, «innovar en la imaginería es complicado pero podría consistir en unir los recursos históricos sin irte a la Pasión de Mel Gibson con nuevos tratamientos en la policromía o en los modelados». Aguado tiene muy clara su opinión sobre el ideal de belleza que ha traído la corriente hiperrealista con epicentro en Córdoba: «Parece que ahora hay que hacer imágenes no ya bellas sino guapas. Yo he visto vírgenes con la cara de Lady Di y eso no es. Si en el contexto de esta es­tética hubieran aparecido La Estrella, La Amargura, la Virgen del Valle, la del Mayor Dolor en su Soledad o la de los Dolores de los Servitas hubie­ran linchado a sus creadores, porque hay autores actuales que no entienden este tipo de belleza sino la otra, la de la guapura». Cuando se le pregunta por la aportación más contemporánea de la Semana Santa se queda pensando pero de inmediato salta: el Cristo de la Cena de Sebastián Santos. Esta imagen rompió muchos moldes, no es clásica, es un retrato y tiene un tratamiento muy innovador. En los misterios, el de la Coronación de Espinas del Valle es impresionismo puro, aquí Joaquín Bil­bao no tuvo que entretenerse en tallar hasta el último caracolillo del cabello para que la obra funcione como fun­ciona»

Estas son las claves de los cuatro artistas jóvenes que más que estar lla­mados a ser, ya son un eslabón bien definido en la cadena del Arte de la imaginería de Sevilla que desde el Siglo XVI ha logrado llegar al XXI.

Entre la piratería, la crisis y el hiperrealismo cordobés

Aunque en Sevilla y alrededores pueden contabilizarse cerca de 50 estudios de los que salen imágenes sólo una quince­na de ellos pueden considerarse como talleres. Los imagineros que se embar­can en un negocio como éste se quejan de lo que ellos consideran «piratería». «A mí —indica Navarro Arteaga— me cuesta 4.000 euros abrir cada mes el taller y mantener todos los papeles en regla, mientras que hay gente que en su casa y sin papeles nos hace una competencia muy desleal». La crisis también les ha llegado, aunque la mayoría tenga ya comprometidos encargos para va­rios años. «Se nota —comenta uno— en que la gente viene al taller, te preten­de regatear en el precio y te dice que por la mitad te lo hace otro. Yo le digo siempre lo mismo, adiós y muy buenas, no podemos tirar los precios porque yo como de esto». También sobrevoló por el gremio otro peligro debido al inte­resante foco surgido en Córdoba, una generación de imagineros que ha empe­zado a hacer mucha de la obra que antes se encargaban en Sevilla. Ese foco, del que son referentes Romero Zafra y An­tonio Bernal, ha cultivado un hiperrea­lismo que entra muy bien por los ojos pero que, en opinión de la mayoría de estos imagineros, responde a conceptos muy distintos de los que ellos manejan a la hora de idear y tallar una imagen devocional.









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