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viernes, 19 de septiembre de 2014

Capataces y Costaleros: Luis Miguel Carrión "Curro"


Es un veneno que se lleva dentro, que late en lo profundo, aletargado. Los días pasan entre listas, teléfonos, direcciones de correo y alguna que otra visita recibida cada noche en una taberna, porque las tabernas son el corazón, no de una sociedad, sino de una forma compartida de vivir, sentir y respirar. Junto a los demás. Al lado de alguien con quien recordar entre risas, con quien proyectar con las pupilas muy abiertas, con quien mascullar el presente continuo de la vida.


Él no es un capataz al uso. Podríamos narrar una biografía repleta de datos, nutrida de pasos e imágenes que siguen siendo, fueron y serán. Podríamos hablar de cantidades ingentes de hombres que se ajustan la arpillera y fijan su faja conteniendo la respiración de una tarde de Domingo de Ramos que se proyecta a la existencia misma. Podríamos hablar de referentes, maestros que lo trajeron hasta este segundo, a los que miró con la admiración y el respeto con que todos lo hacemos al saber que estamos ante alguien del que aprender. Sin embargo, al hablar de maestros, un servidor, tendría que hablar de él, que me enseñó el sentido profundo de aquello que tantas veces me devolvió a la infancia -más allá de ensayos y salidas-; aquello que me trajo el escalofrío por debajo de la dermis; aquello que no se explica porque no existen términos ni descripciones que lo sustenten completamente.

Y, así, volvemos al veneno. A una forma de vida que se construye a cada golpe de respiración y que pasa a través de los días como un viento constante, tenaz. A un ser que explota cuando, en mitad de la calle, a ras de suelo y con la mirada posada en el Hijo de Dios, en la Mujer que engloba a todas las que existirán en el universo, un pellizco en mitad del pecho te atrapa y te sientes el ser más privilegiado del mundo. La música, los costaleros, el público, la calle, la Imagen que tiene frente a sí... el capataz. Todos se vuelven uno solo y brota como un manantial azul de promesas el encantamiento, el arte efímero que durará unos instantes. No habrá nada que pueda recogerlo entre píxeles, sino el recuerdo, la sensación punzante de quienes lo vivieron.

Hace ya algunos años que esas palabras me las concedió en una entrevista. Sin embargo, esa forma de sentir cuando la has vivido ya no se va. Y es una de las partes que explican a todo capataz que vive enamorado de su oficio. Un oficio que trae sinsabores, agitación, entrega, que quita tiempo. Pero un oficio que, en momentos muy puntuales, lo devuelve todo de golpe, sin previo aviso, cual recompensa divina, pues se trata de una labor sacra que exige el mayor de los cuidados.

Podría haberles narrado su biografía, los datos en blanco sobre negro. No es el caso. La mejor parte de Luis Miguel Carrión Huertas no es lo cuantitativo que se desenvuelve a su alrededor, sino lo cualitativo que enseña. Sin grandes aspavientos, con el reposo de quien domina los tiempos, con el temple innato del capataz que sabe que guiará a sus hombres hacia la nave última  que el tiempo nos depara.

Blas Jesús Muñoz

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