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domingo, 12 de octubre de 2014

Fray Carlos Amigo: «Solo quería ser fraile y, si acaso, profesor»


El cardenal dejó los estudios de Medicina porque se vio atraído por el estilo de vida franciscano. «El deseo de vivir para siempre está en la esencia de la persona», dice fray Carlos


Al cardenal y arzobispo emérito de Sevilla Carlos Amigo (Medina de Rioseco, 1934) se le puede aplicar con todo rigor la vieja frase de Terencio: nada humano le es ajeno. No lo ha sido en ningún momento de su vida, lo mismo durante sus años juveniles en la Facultad de Medicina, que luego como sacerdote franciscano, en su etapa de arzobispo de Tánger, más tarde en la capital de Andalucía o ahora, que lleva una ajetreada vida de jubilado acudiendo a cuantas llamadas recibe, y son muchas. Al cardenal Amigo, o fray Carlos -como prefiere que le llamen-, le gustan la antropología y el fútbol, la filosofía y la novela histórica, la electrónica, la cerámica y la ópera. 


Desde su metro noventa de estatura, contempla el mundo con preocupación, pero sin perder ni un ápice de afabilidad; aunque todavía esté recuperándose de una intervención quirúrgica que lo mantuvo ingresado en un hospital durante un mes y medio a comienzos de verano. Durante una larga conversación en Madrid, en una mañana calurosa que no parece preludiar el otoño, repasa su biografía, deteniéndose en un anecdotario rico y diverso. «¿Pedirle algo a la vida? ¿Cómo voy a pedirle más de lo que me ha dado?» Ese es el espíritu de este príncipe de la Iglesia culto, abierto y buen conocedor del islamismo.

- Usted procede de una familia de clase media. Su padre era médico en Medina de Rioseco.

- Toda la familia de mi padre era de allí, y la de mi madre, de Valladolid. Mi padre había estado de médico en varios pueblos, luego se especializó en Odontología y se instaló en Medina para que los hijos pudiéramos ir al instituto sin tener que trasladarnos a Valladolid. Éramos nueve hermanos, aunque uno murió siendo muy pequeño y a mí, que soy el penúltimo, me pusieron su nombre.

- También tuvo un tío muy famoso, el psiquiatra Vallejo-Nájera.

- Sí, lo fue, pero creo que el más célebre fue mi primo Juan Antonio. Cuando yo estaba en el seminario, los domingos me invitaban a comer en su casa. Él me enviaba a veces a alguna persona con problemas, solo para que la escuchara. Mi relación con él fue muy intensa. Un día me llamó para decirme que le quedaban dos meses de vida. Sigue pareciéndome increíble la serenidad con la que organizó todo: la despedida de sus amigos, su propia muerte y hasta su funeral. Dejó organizada una comida de los familiares más próximos para cuando volviéramos del cementerio.

- Nació en un pueblo que quedó en zona nacional durante la Guerra. ¿Recuerda algo de entonces?

- Nada, apenas unas imágenes borrosas. Junto a mi casa estaba la de mis abuelos, que tenían una bodega en el sótano. Un día, estábamos desayunando y, por una alarma, salimos corriendo y nos metimos allí. Cuando regresamos, se había quemado el chocolate, que nadie retiró del fuego. Otro día vi pasar unos tanques por la carretera. Mis padres hicieron lo posible para que no viéramos nada que luego nos dejara malos recuerdos.

- Empezó la carrera de Medicina. ¿Tuvo dudas con su vocación?

- Creo que tendría 15 años cuando le dije a mi padre que quería ser misionero. Él me recomendó que primero acabara el Bachillerato y luego decidiera. Imagino que pensaba que iba a ser médico, como pasaba con todos los varones de la familia.

- Pensaría que iba a ser así, porque se matriculó en Medicina en Valladolid. ¿Cómo era el ambiente allí?

- En la ciudad entonces se decía que allí solo había curas, militares y universitarios. En esos tres círculos se conocía todo el mundo y el ambiente era estupendo. Había una amistad verdadera que solo se interrumpía en los veranos, cuando muchos estudiantes que eran de fuera se iban a sus casas.

- ¿Cuáles eran sus aficiones en ese tiempo?

- Me gustaban mucho el fútbol y jugaba al baloncesto en un equipo local. Como premio, nos regalaban entradas para ver los partidos del Valladolid.

- ¿Las chicas? ¿Bailar?

- No tuve novia formal, pero salíamos con chicas. ¿Enamorado? Sí, imagino que sí, quedábamos con chicas. Entonces, las relaciones no eran como ahora... En cuanto a lo de bailar, no me gustaba, pero era porque las chicas no querían bailar conmigo, por los pisotones que les daba.

Había tomado la decisión de ordenarse sacerdote al final del primer trimestre, pero no se atrevía a contárselo a su progenitor, muy ilusionado con la idea de que fuera médico. Por eso esperó hasta que el curso estaba prácticamente acabado para hacer una confidencia a su hermana mayor, a sabiendas de que ella lo diría a su madre y ésta se lo contaría al padre. «No es que no me gustara la Medicina, pero se dio una especie de contagio. Unos franciscanos habían ido a una celebración familiar y me gustó su forma de vivir». Es inútil buscar en esos años un deslumbramiento, un momento de su vida en que viera con claridad que su destino estaba en el sacerdocio. «No fue una gran conversión», dice con sencillez. «Mi estilo de vida espiritual se lo debo a los franciscanos. Siempre me ha llamado la atención lo que no llama la atención de la mayoría, las cosas poco importantes». Así explica no solo su relativamente tardía vocación religiosa, sino también la decisión de ingresar en la orden.

- Ordenado sacerdote con 26 años, luego estudia Filosofía en Roma, Psicología en Madrid, Teología en Santiago, se interesa por la Antropología. Su curiosidad parece inagotable.

- Tuve que estudiar cosas diferentes porque había pocos profesores para impartir algunas materias como Filosofía de la Ciencia, Antropología y otras. Lo hice por necesidad, ya que querían que diera esas clases, pero también es cierto que me interesaron mucho algunas cosas. La Antropología, por ejemplo. Todo lo que se relaciona con las persona siempre me ha interesado.

- Llevaba una tranquila vida académica y lo envían de arzobispo a Tánger. ¿Qué pensó cuando conoció el nombramiento?

- Me quedé descolocado. Yo quería ser fraile y, si acaso, profesor. Fíjese cómo fue que me retiré una semana con unos libros para estudiar qué era eso de ser obispo. Lo habíamos visto todos en Teología, claro, pero eran materias sobre las que pensábamos que solo iban a ser útiles para unos pocos, y no les prestábamos mucha atención. No me veía de obispo y, como ya había dicho 'no' a algunos cargos con anterioridad, el nuncio de Argel, que fue quien me comunicó el nombramiento, me dijo que no olvidara que estaba obligado a la obediencia al Santo Padre. Ese destino cambió totalmente mi vida.

- ¿Cómo se sintió en una ciudad de gran mayoría musulmana?

- La diócesis abarcaba varias poblaciones que sumaban dos millones y medio de musulmanes y algo menos de 7.000 católicos. Además, estos procedían de muchos lugares. La relación entre judíos, musulmanes y católicos era magnífica. Los muchachos convivían en los institutos, nos invitábamos unos a otros a nuestras fiestas, la gente te saludaba por la calle. Conservo muchos amigos de entonces. Cuando me hicieron cardenal, más de uno me dijo que yo era su representante... El mejor diálogo es el de la vida.

Novelas para el vocabulario

Tiene el cardenal Amigo una afición poco habitual entre las personalidades relevantes de la Iglesia: leer novelas. No son su lectura más habitual -ahí están los libros de Teología, la Filosofía y otras materias más relacionadas con su actividad y trayectoria-, pero reconoce que siempre tiene alguna en su mesilla. «Me gustan las que están bien escritas, porque además de la historia que cuentan te permiten enriquecer el vocabulario. Suelo guiarme por las recomendaciones de los suplementos culturales». Y va desgranando algunos autores y títulos que, no casualmente, están ambientados en ciudades que conoce bien: 'La catedral del mar' y 'La reina descalza' de Ildefonso Falcones, 'El tiempo entre costuras' de María Dueñas, un puñado de volúmenes de Eduardo Mendoza y Carlos Ruiz Zafón... historias que transcurren en Barcelona, Tánger o Sevilla, en lugares en los que ha discurrido su propia vida.

- Si estaba tan integrado en Tánger, ¿le gustó que lo enviaran a Sevilla?

- Estaba tan ambientado allí que fue un trauma. Solo conocía la ciudad por un breve viaje turístico, así que me tocó cambiar de cultura otra vez. Y además tenía todo en contra: entonces estaba muy vivo aquello de que las comunidades deben tener obispos propios, y yo no era sevillano, ni andaluz, ni siquiera un obispo español desde el punto de vista eclesiástico. Y, además, franciscano.

- ¿Cómo fue la adaptación?

- Me dieron un gran consejo: que me dejara enseñar. No traté de comprender algunas cosas, sino de vivirlas. Sevilla es una forma de vivir. Y cuando a mí, nacido en un pueblo con maravillosas procesiones de Semana Santa, me preguntaban por las de Sevilla, siempre respondía igual: es el mismo Evangelio con distinta música. La religiosidad popular es igual en todas partes.

- Uno de los acontecimientos más relevante de esos años fue la boda de la infanta Elena, que usted ofició. ¿Se sintió extraño rodeado por la Familia Real, políticos, banqueros, famosos...?

- Cuando me llamaron, lo primero que imaginé fue que se trataba de organizar una visita de los Reyes. Luego hablamos muchas veces: la Reina insistió mucho en que para ellos era el matrimonio de una hija. Así lo pensé yo: la boda de una hija de una familia muy especial, pero una boda. Me dieron todas las facilidades, libertad para organizar la ceremonia, me consultaban cualquier cambio. Lo único que inicialmente no me gustó fue que la retransmisión por televisión marginaba los elementos religiosos.

- ¿Y cómo lo arregló?

- Hablé con Pilar Miró, le expliqué cómo lo veía y ella lo entendió y cambió muchas cosas. Parecía una mujer muy seria, pero de cerca daba gusto hablar con ella. Quizá un día escriba un libro de memorias deteniéndome en personajes que he conocido: de Gadafi a Pilar Miró o Lady Di.

Encerrado en la Capilla Sixtina

En 2003, el Papa Juan Pablo II lo nombró cardenal. «Mi padre me habría dicho lo mismo que cuando fui elegido obispo: '¡Qué bien! Enhorabuena. Pero lo que más me gusta es que te portes bien con toda la gente'». Ha participado en dos cónclaves, los que eligieron para ponerse al frente de la Iglesia a Benedicto XVI y Francisco. Al cumplir los 80, perdió el rango de elector, de manera que no volverá a encerrarse en la Capilla Sixtina en ese acto ritual que concita la atención de centenares de millones de personas, sean o no católicas. Habla sobre los cónclaves, con su impecable traje negro recortado sobre una pared enteramente blanca, y lo hace restando importancia y aura a la reunión.

- ¿Son conscientes allí dentro, en ese escenario grandioso, de que hay tantas miradas sobre ustedes?

- Yo no tuve esa sensación. El aislamiento físico te ayuda a tener una libertad enorme. Estás allí para ayudar a conseguir la mejor elección posible. Estás aislado y abres los ojos y los oídos para ver signos de quién puede ser la persona más indicada.

- ¿Y el papel del Espíritu Santo?

- El Espíritu Santo habla por signos, por el carácter de las personas, su inteligencia y ejecutoria...

- ¿Por qué les prohíben tener móviles? ¿Piensan en el Vaticano que van a vulnerar la prohibición de contar lo que sucede?

- El día antes del comienzo del cónclave, nos reúnen a todos y nos dicen que no hace falta que llevemos nada más que los efectos personales porque allí hay de todo. Ese 'de todo' es una bolsa con un libro de rezos, una libreta y un boli... Nos insisten en que no se pueden llevar móviles, pero luego añaden que hay inhibidores dentro. ¿Desconfianza? No creo que la haya. El temor está en que alguien, desde fuera, pueda captar conversaciones entre quienes están dentro del cónclave. Por eso, también, en la residencia donde se alojan los electores, las persianas están precintadas. Se trata de que no se puedan seguir las conversaciones por el movimiento de los labios.

- Cuando fue ordenado sacerdote, las iglesias y los seminarios estaban llenos. ¿Qué le preocupa más: la caída de vocaciones o la de fieles?

- Me preocupa más que el cristiano sea fiel al Evangelio. Me gustaría llenar los templos, por supuesto, pero le aseguro que preferiría lograr esa fidelidad al Evangelio. Hay problemas, pero no son para agobiarse. Debemos trabajar sin nostalgias del pasado ni miedo al futuro. Se está dando un renacer del sentimiento religioso y al tiempo un rechazo de las instituciones. Y mientras tanto florecen brujos, chamanes, adivinadores... Hay canales de televisión ocupados por todos ellos. Por otra parte, no olvidemos que hay indicadores muy relevantes que no hablan de crisis.

- ¿Como cuáles?

- El resurgir de la caridad, la mayor solidaridad que muestran los jóvenes, la existencia -con todo lo que se dice siempre- aún de 26.000 misioneros españoles por el mundo. Se dice que la juventud ahora no va a la Iglesia. No estoy seguro de que estuviera nunca dentro. Sí en los actos más externos, pero ¿participaba realmente en la vida de la Iglesia? Para algunos actos, sí, pero sin continuidad.

- ¿Qué le pide a la vida?

- ¿Más de lo que me ha dado? Si acaso, serenidad y que me mantenga la mano abierta para que el Señor me encuentre así. Pero eso se lo pido a Dios.

- ¿Puede garantizar de alguna forma que hay otra vida después de la muerte?

- El deseo de vivir para siempre está en la esencia de la persona. La gran garantía es Jesucristo... Un profesor que conocí se empeñaba en demostrar la existencia de Dios mediante las Matemáticas. Prefiero el convencimiento y su propia palabra. Y es un convencimiento que está en todas las culturas y en todos los tiempos.












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