Cae la tarde entre la honda tiniebla inquebrantable. En el interior de las casas enlutadas se escucha a alguien musitar una plegaria ancestral, mientras fuera el aire tibio trae la primera brizna del olor a tierra mojada. Las plañideras lloran el día aciago de Jerusalén. Los Santos Varones lo bajan de la Cruz. La Madre y el Discípulo amado lo aguardan entre lamentos. Los párpados enrojecidos, la piel fuera de sí ya no es sino parte del lamento. Alguien en la distancia contempla la escena sin alcanzar a comprender cómo puede suceder algo así y ve a María llorar en la soledad de su desconsuelo. El sonido de los clavos, liberando manos y pies, es aterrador. El cuerpo inerte acongoja los sentidos de ese espectador distante que sigue buscando una respuesta en mitad de la conmoción. El cielo es más oscuro y el agua irrumpe con fuerza. Sobre los pies no hay sensación de frío ni humedad, solo desamparo, desesperación.
El cortejo luctuoso inicia su marcha en silencio. Solo el
sonido de los pies otorga visos de realidad al momento. Caminan hacia el
Sepulcro y él los sigue sin saber muy bien por qué, pero camina. No puede
detenerse.