A las grandes ciudades les pasa como a los grandes hombres, que están atravesadas en la historia por una frontera invisible que separa la realidad de la imaginación. Por eso, Sevilla es un pasado cierto y es leyenda. Sevilla es marco de relatos inmortales, escenario vivo de magistrales óperas y origen de mitos que aún deambulan por nuestras calles. A Sevilla la han evocado grandes escritores y poetas de todas las épocas que consiguieron llevar su estampa, un rincón o un color, por todo el mundo, mucho antes de que el mundo de la imagen comenzara a invadir cualquier modo de comunicación humana.
Sevilla es leyenda. Leyendas que perduran gracias a los rincones, plazas y edificios capaces de susurrarnos al oído las historias que se encierran en los muros del Alcazar o en los paredones del convento de Santa Clara. Balcones del barrio de Santa Cruz por los que podemos imaginar cómo salta Don Juan o fábricas que conservan el olor al tabaco que liaba Carmen.
Pero si un mes convierte a nuestra ciudad en un lugar sin fronteras en el tiempo y en el espacio, es este nostálgico mes de noviembre que ya ha terminado. Como escena, el camposanto sevillano de San Fernando y como personaje, el que fue capaz de crear al Cristo que se ubica en el epicentro y que en breve comenzará a ser restaurado, para preservar el patrimonio de la ciudad, pero sobre todo para guardar por siempre su leyenda. La leyenda del Cristo de las mieles, recreada así:
«Ahí, en la Alameda de Hércules, hay un niño que juega junto a los árboles con el barro que han dejado las lluvias del otoño. Está el niño en cuclillas y una señora, que pasaba altiva por su lado, se ha detenido a mirarlo. Unos metros más allá, suben mujeres por la calle de la Feria con ramos de claveles y de rosas en las manos camino del cementerio de San Fernando.
«Es noviembre, el mes de los difuntos, y esta calle se convierte en un paseo de recuerdos, de sentimientos, de nostalgia de la Sevilla que se fue, que se nos escapó como se va el agua entre los adoquines. Recorrerán las calles del cementerio hasta colocarse delante de la tumba de su ser amado para conversar y romper la distancia que hay entre la vida y la muerte; con un trapo limpiarán el polvo del nicho como si estuvieran secándole a su padre el sudor de la frente. Con un susurro le contará a su amada lo mucho que la echa de menos, cada que vez que suena su canción. Con una mirada le dará las gracias por todos aquellos momentos vividos y que ahora se antojan tan escasos, tan fugaces.
«En la Alameda, el niño se ha limpiado la nariz con el dorso de las manos y se ha quedado contemplando su obra, un pequeño muñeco de barro. Al verlo, lleno de churretes en la cara, la señora altiva que lo contemplaba, ha sonreído y le ha pedido que se suba a su carruaje. Corre el año 1860 y el pequeño Antonio Susillo sólo tiene cinco años. La Infanta Luisa Fernanda de Orleans, la señora altiva que lo observaba, ha encontrado en este niño a un pequeño prodigio y lo ha sacado de las calles, de los bajos suburbios de la Alameda, y lo ha instalado en Palacio, para que estudie, para que se forme, para que viaje por todo el mundo.
«Muchos años después, de regreso a Sevilla, le encargaron que modelara un Cristo crucificado para el cementerio. Antonio se acordó de cuando era niño y veía pasar a las mujeres hacia el cementerio, y aceptó el encargo. Cuando colocaron el cristo, ya modelado, en su pedestal, el escultor descubrió horrorizado que había esculpido las piernas al revés. Corrió despavorido, se encerró en su casa con alaridos de pena, de angustia, de desesperación. A la mañana siguiente, lo encontraron muerto de un disparo en la barbilla junto a las vías del tren. Como aquella vez, en cuclillas junto a un árbol de la Alameda, esta vez fue su propio Cristo quien lo llamó a su encuentro. Lo enterraron a sus pies y cuenta la leyenda que el Cristo, de alegría, lloró aquel año miel en cuanto llegó la primavera».