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lunes, 9 de febrero de 2015

El cáliz de Claudio: Prueba del amor más grande


Existe una distancia exacta entre dos puntos que te invita a parar, insuflar aire a los pulmones y tomar el camino de vuelta al origen. Una génesis dialéctica y moral que se basa en el principio de las cosas que alguna vez fueron importantes para, con la andadura, dejar de serlo. Se recuerda, a veces, con nostalgia, mientras, otras, apenas si son un borrón en la memoria.

Hubo años felices en que las cofradías prometían un horizonte repleto de posibilidades, éso ya se dijo. Hubo años en que el germen de la enfermedad final que muestra sus primeros síntomas ya estaba, pero era invisible. Fueron años de luz, de fulgor y éxtasis antes del desplome venidero. Porque justo antes de la caída viene la fiebre intensa que la anuncia.

Y, poco a poco, las cofradías dejaron la pose de una decadencia perseguida a otra forzada que ni es elegante ni se le parece. Sin embargo, algunos detalles las siguen redimiendo de sus males como una confesión a tiempo. No los borra ni los cura, pero palia el dolor del enfermo como un opio que es su incienso; un suero que es la candelería perfectamente dispuesta; una visita que alivia las horas de hospital como la corneta que estalla por una calle encalada; una comida sin sal que se engaña con el recuerdo de túnicas que parecían perfectas; una esperanza del médico que anuncia una leve mejoría como el rostro de una Dolorosa bajo palio, ofreciéndote su mirada, su pena, su consuelo.

Es la prueba del amor más grande. De la Semana Santa reconocida en el recuerdo, mentiroso, pero reconfortante de la época en que solo se conocía lo externo, mientras lo que se pudría por dentro ni siquiera llegaba a oler. 

Una religiosidad de pupilas dilatadas y vidriosas, de nudo en la garganta, de vello de punta, de noches de vigilia interminable, de clavel y azahar, de descubrimiento, de calles que parecían tomar el testigo de su mejor versión, de su mejor pasado. Todo se fue perdiendo. Y hasta lo que uno adoró, ya no se le apega como entonces. Sin embargo, mientras el circo aumenta de nivel, algo de aquello aun resta. El último retazo salvable que, quién sabe, si sea la penúltima esperanza de comenzar de nuevo el camino en el punto en que nos desviamos.

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