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jueves, 25 de junio de 2015

El Compás de San Pablo: La Niña de mis ojos


Posiblemente al mirar a los ojos de la Virgen del Rosario se produzca en mí la llamada “fase del espejo” que desarrolló el psicoanalista francés Jacques Lacan. Aquella etapa en la que un niño se encuentra por primera vez para percibirse, y percibir su imagen interna, ante un espejo y, con ello, reconocerse a sí mismo. Después de los ojos de mi madre, los primeros que cada bebé memoriza al nacer, posiblemente fuesen los ojos de la Virgen del Rosario los que viese ya que, quien me trajo al mundo, tenía (y tiene) una antigua foto en blanco y negro sobre la mesa de noche, de aquel reportaje que le hiciera Fernand en Sevilla antes de traerla a Córdoba. 

Esos ojos de la Virgen del Rosario que, como nos dice Carlos Colón, posiblemente sean como dos balcones a través de los cuales nos asomamos a la eternidad, y desde ellos vemos a quienes, desde el cielo, ponen sus ojos en los nuestros, llenos de lágrimas, son los protagonistas de esta historia. 

Una historia que parece que hoy va de miradas (miradas, y miles, las que le esperan el sábado) miradas en la que nos reconocemos los hermanos de la Expiración y miradas en las que Ella nos reconoce a cada uno. Y miradas ante un espejo, en la que se descubre una cierta coquetería, un ademán femenino, elegante, de querer ser la protagonista de esas miradas. Y parece que no se da cuenta, que por muchos marfiles, por muchas perlas y piedras preciosas, por mucho bordado en oro, por muy caro encaje de Bruselas, por muy novedosa que sea la saya blanca, y las flores de locura, por muy elegantes que sean las marchas que vayan a sonar... todo, absolutamente todo, lo empuja hacia atrás la mirada de la Virgen del Rosario. 

Fíjense en la mirada inclinada, en el giro del cuello, síganle los ojos a la Virgen del Rosario el sábado cuando esté plantada en plena calle. Salven la bulla (las vallas rojas) y deténganse ante Ella, justo delante, péguense al respiradero, y mírenla. Se reconocerán, la reconocerán: Es la Madre de Dios, se lo digo yo, que conozco muy bien esos ojos. 

Rafael Cuevas Mata










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