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sábado, 13 de febrero de 2016

Donde nace el Azahar: El año de la Virgen de los Dolores


Blas J. Muñoz. El momento en que se ve a sí mismo lo retrotrae al instante en que los temores, los deseos y los sueños se enjugaban en la palidez de su rostro, que era como el Arca segura donde se atesoraba la historia devocional de la ciudad. Tambor antiguo de Viernes Santo, redoble de siglos entregados a su mirada que ya no busca motivos porque ya están ofrendados en el sacrificio ancestral que dio inicio a la Historia de la Salvación.

La vida se cortaba, nacarada, y rasgada con su rostrillo la oscuridad de la noche, de vuelta a San Jacinto. Sus Dolores eran asumidos por los ojos del devoto que se entrega sabedor de que es un siervo más de María, entregado a sus plantas, compartiendo los pesares, ambicionando ser una ínfima porción de su mirada infinita. Las paredes se elevaban más altas y las espadañas menguaban.

Era el aroma de incienso de su infancia, marcado por una mezcla de nostalgia incomprensible a su corta edad. Era una brisa fría, en mitad del rostro, como un puñal certero de los siete que la atraviesan y, en ese instante, era compartido y doliente. Era sin ser el temor al ocaso, entre la tibieza admirada que irradiaba su palidez eterna. Era una postración inaprensible que solo encuentra razones donde la razón no llega.

Pasaron miles de Cuaresmas, rematadas en Viernes de Dolores donde el azahar se derramaba en San Jacinto. Hasta que llegó el primero en que fue acompañado. Llevaba, aun no de la mano, a otro niño y allí, a sus pies, renovaron el pacto eterno de la Salvación con una sencilla estampa que recordaba el año de la Virgen de los Dolores.





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