Blas J. Muñoz. Hiere para sanar la herida... Fueron muchas las Cuaresmas en que imaginó las tardes, las noches de otra Córdoba, pretérita, de poetas azules que atesoraban en su arca de versos y besos el legado de la urbe que fue y se iba desvaneciendo entre las líneas de un poemario eterno.
La caballería galopaba en la mitad justa de la noche en que se perdía en sus viejos libros, esperando a que el amanecer limpiarla sus pensamientos con el frío exacto de la mañana. Mientras, la musculatura yerma de sus lágrimas, le traía de vuelta la herida antigua del dolor de miles hombres, sábado en el regazo -siempre tibio- de la madre.
La infancia por aquellas calles macilentas de invierno lo invitaba a perderse en su memoria para siempre. Imaginando altares, sorteando al azar de convencionalismos franqueados en lo establecido. Pero aquella Quinta Angustia los desafiaba. El Hijo muerto sobre sí, el último aliento de la noche, la punzada definitiva de la pérdida mostraba a otra Mujer a la que nunca antes pudieron cantar los poetas.
Pasó la noche releyendo a Pablo, aquel pegujal ardiente en el amor, perfecto en su estética. Supo que existía otra Córdoba, eterna, que trascendía al tiempo y al espacio para agrandarse a las dimensiones cotidianas de la vida y proyectar, en Nuestra Señora de las Angustias, el rostro, imperecedero y reconocible, de la ciudad que fue.