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lunes, 29 de febrero de 2016

Donde nace el Azahar: Un son antiguo


Blas J. Muñoz. Los días seguían su curso y la Cuaresma atravesaba su mitad del alma de la ciudad impertérrita. Cada atardecer que salía a la calle buscaba los rincones que, alguna vez, lo colgaron de emoción; cada anochecer que permanecía en la soledad perseguida rebuscada en la memoria gráfica de su pequeña habitación con vistas a la avenida macilenta de su infancia.

De improviso, en su memoria real no el eco de una marcha antigua, añeja, pura de corneta. Escámez volvía a sus tímpanos, al pecho que vibra al son que marca el paso de misterio de la Sangre. Los capataces que lo guiaban regresaron en un desfile de voces al son de un llamador pretérito, recio, que no buscaba, nada más y nada menos, que caminar siempre de frente.

La melodía se fue dulcificando y una composición de Gámez pululó en mitad de la noche por las cavidades perdidas de otra remembranza. La ciudad caminaba despacio a esa hora, como un gigante de edad avanzaba que se detiene ante su reflejo para contemplar sus propias arrugas.

Observó como sus dedos marcaban el trío de la marcha sin dificultad y, a las puertas de la Catedral, parecía distinguir la fortaleza almenada con exactitud, al asomarse al balcón de sus recuerdos. Todo es pasado, concluyó. Y, sin embargo, una ilusión renovada pareció abrazarse al pensar que pronto sería Martes Santo y podría volver a ver a los Ángeles del Císter.









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