Guillermo Rodríguez. Amaneció la mañana en la que Córdoba se pliega a la belleza extraordinaria de la Paloma de Capuchinos, la que habitó entre aquellos sueños casi olvidados de fraternidad mancillada y gobierna los pasos de los miles de corazones que laten por el brillo de su mirada, los que consuelan sus desvelos en la orilla de su eterna primavera y se alimentan del maná de su cercanía cada Viernes de Dolores.
Como cada año, una secuencia perpétua de oraciones se congregó ante el altar efímero que ocupa su lugar de privilegio en el cancel del Santo Ángel, para mirarla, para besarla, para entregar su amor verdadero, para aliviar la carga de la lucha cotidiana y hallar en su bendita grandiosidad, en su humldad inabarcable, en su celestial divinidad, en su cercanía de madre, el ancla de Esperanza infinita al que aferrarse en tiempos de tribulaciones y tempestad, porque Ella es quien ofrece su mano cada Viernes de Dolores para que el mundo entero encuentre la Paz.
Cuando agoniza la noche para convertirse en madrugada y amaina el oleaje en su cercanía, permanece el recuerdo perenne de una nueva cuenta del maravilloso e insustituible rosario que configura la pequeña intrahistoria de los que la aman, la buscan y la veneran, en la pupila de los que la tuvieron a milímetros de sus labios y en la plegaria de quienes la sienten en sus entrañas, sin medallas ni corbatas, sin incienso ni trincheras, sin más motivo para quererla que reconocerla como parte de su propia existencia, esos que se conformarán con verla solamente un instante, tal vez desde la distancia, para gozar la plenitud de volver a respirar la preciosísima fragancia que emana eternamente en la ribera de la Reina de sus vidas.
Fotos Antonio Poyato
Fotos Antonio Poyato
Recordatorio El último estreno del Prendimiento