Blas J. Muñoz. La siguiente jornada quiso volver a pasarla en casa. Echaba de menos la lumbre de otras Cuaresmas, al calor del aroma limpio de la cera que será ardida por nuestros pecados. Un sacrificio redentor que le arrancó los jirones de la piel del mundo, materializada en el Verbo Encarnado.
El Logos del universo cristocéntrico, recreando una imponente Imagen del Hijo del Hombre conducido al sacrificio extremo, voluntariamente aceptado. Una muestra de libertad radical, proyectada en cada herida de la piel que se asomó a tantos Jueves de Pasión, a tantas salidas desde San Pedro de Alcántara, camino de la Catedral.
Las cuadrillas de Enrique Garrido le vinieron a la memoria. Como una herida abierta en mitad de la vigilia, su paso firme y decidido, se cruzó en el recuerdo del Martes Santo, desde la Basílica de Juramento a la Catedral, renovando la promesa de los siglos, de la eternidad de la Salvación tamizada por el sufrimiento de nuestros pecados.
Supo una vez más que en el cuerpo acerado del Cristo de la Universidad se cumplían las profecías que llevaron a Israel por el desierto. Como en una analogía perfecta, ahora supo que caminaba por ese mismo desierto en busca de su propia salvación que solo podía conseguir a través de Él.
Recordatorio La Crónica: La luna fue testigo