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jueves, 22 de diciembre de 2016

El Cristo de Juan de Mesa que vive en el otro lado del mundo


Carlos Gómez. Resultaría completamente absurdo intentar descubrir a quien sin lugar a dudas es el imaginero más universal de cuantos vieron la luz en la ciudad de San Rafael. Nadie como él fue capaz de esculpir al mismísimo Dios que cada Madrugá camina bajo el cielo de Sevilla, o al impresionante Cristo del Amor que habita en la Colegial del Divino Salvador o al Crucificado de la Conversión, que venera la cofradía de Montserrat. No resulta en modo alguno un exceso considerar a Juan de Mesa como el imaginero mas relevante de la historia. Nadie como él fue capaz de interpretar la Pasión de Cristo, materializándola en iconos de extraordinario impacto en el sentir religioso del pueblo católico.

La manera en que Mesa fue capaz de concebir la figura del Hijo de Dios ha sido capaz de trascender al paso de los siglos y permanece con un rotunda vigencia. Una concepción que destila una potencia casi inabarcable fruto probablemente del propio temperamento personal del escultor, pero al mismo tiempo influido con toda seguridad por su relación con la Compañía de Jesús, un orden nacida en el ambiente que genera el Concilio de Trento y pensada para propagar la fe. El estilo que emana de las obras de Mesa, más humano y sensitivo que el de Montañés, se impregnaba de un realismo que se revelaron como vanguardista por sus coetáneos. Una forma de transmitir el mensaje religioso que coincidía con los intereses renovadores de la Compañía, que buscaba nuevas formas de expresar sus doctrinas renovadoras, y encontró en Juan de Mesa al medio ideal. Juan de Mesa potenció esa relación con los jesuítas, al igual que con otras órdenes, con los conventos de monjas y las cofradías, interesadas también en la propagación masiva de la fe derivada de la revolución de Trento.

Sevilla tendrá la fortuna de disfrutar en los próximos meses de la presencia de una de las obras de Mesa que marchó allende las fronteras de Andalucía, el Cristo de de la Agonía que habita en la iglesia de San Pedro, en Vergara (Guipúzcoa), ejecutado en 1624 merced al encargo de Pérez de Irazábal, que acabó regalándolo a la parroquia de su pueblo. Se trata del Cristo de mayor envergadura de cuantos talló el genio cordobés por Mesa, con el que logra superar el modelo logrado en el maravilloso crucificado de Montserrat. Su anatomía impecable y el tratamiento del detalle materializa la efigie del héroe que se inmola entregando el espíritu al Padre, el Gran Poder de Dios, que tras cargar con la Cruz, es ahora elevado en ella, como muestra de su supremo sacrificio en el suspiro que precede a la exhalación final.

Pero existe otro crucificado que pocos andaluces han tenido oportunidad de haber conocido. El Cristo de la Buena Muerte, que se halla a más de 9000 kilómetros de nuestra geografía, en la parroquia de San Pedro, de la Compañía de Jesús, en la ciudad de Lima, Perú. Realizado en 1622, sólo dos años después que el Cristo del Amor es una imagen cargada de un impactante dramatismo y la fuerza implícita en cada una de las imágenes cristíferas del artista. Una imagen que ha recuperado su original policromía tras ser resanado de diversos repintes que, a causa del desconocimiento y el paso de los siglos, habían alterado poco a poco su imagen primigenia. Según cuentan las crónicas, en 1624, el jesuíta Nicolás de Villanueva llevó a Lima el imponente crucificado de tamaño natural por el que al parecer se pagaron 1600 pesos. En la actualidad el Cristo preside un retablo en la Capilla de la O, de la nave de la Epístola de la citada iglesia peruana.

Foto Javier de Haro Hostench



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