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martes, 10 de enero de 2017

El Cirineo: Las cofradías y el cuarto Rey Mago


Soy plenamente consciente de que son muchos los que, por alguna razón que escapa a mi comprensión, detestan profundamente la Navidad, precisamente la que a mi juicio es la época más maravillosa del año. Por eso, cada enero, cuando se aleja por la línea del horizonte me invade una mezcla de nostalgia y melancolía que me suele acompañar hasta que la primavera comienza a asomar tímidamente entre el azahar de los naranjos. Antes, esta desazón se difuminaba con mayor presteza, desde el mismo momento en que sacaba de mi baúl la faja y el costal, pero aquellos tiempos se marcharon para no volver.

Y es precisamente ahora, con el recuerdo latente de los días más hermosos del año, cuando ha vuelto a llegar a mis manos una historia recurrente que muchos habrán leído, a caballo entre la leyenda y el cuento navideño, hay quien se lo atribuye a una tal Henry Van Dyke, escritor, clérigo y docente estadounidense, que probablemente como tantos cuentacuentos no hizo sino dar forma a una bonita tradición que otros imputan a la tradición oral rusa. Una historia de la que se han llegado a hacer eco escritores tan contrastados como Juan Manuel de Prada, con total seguridad con mucho mejor destreza de lo que jamás podría hacerlo yo,  pero que para quienes la desconozcan me permito recordar.

Cuenta la leyenda que hubo un cuarto Rey Mago que jamás llegó a Belén a adorar al Niño, a causa de las vicisitudes que halló en su caminar. Su nombre era Artabán, miembro de la casta sacerdotal Zoroastra de los Medos y los Persas y, al igual que ocurrió con los otros Tres Reyes, a resultas de sus profundos conocimientos sobre Astrología, supo de la llegada del Mesías y del hecho de que una estrella podría guiarle a su presencia. Con tal motivo, se citó con Melchor, Gaspar y Baltasar en Borssipa, una ciudad antigua de Mesopotamia, desde donde iniciarían el viaje para adorar al hijo de Dios, quien vendría a cambiar el mundo.

Cuentan que el cuarto rey llevaba consigo una gran cantidad de piedras preciosas para ofrecérselas a Jesús, pero cuando viajaba hacia el punto de reunión, se cruzó en su camino un anciano enfermo, cansado y sin dinero. La duda se cernió sobre Artabán; ¿debía ayudar a este hombre o continuar con su camino tal y como había previsto? Si optaba por quedarse con él, perdería el tiempo y con ello la opción de seguir a la estrella junto a sus tres compañeros. Obedeciendo a su noble corazón decidió ayudar a aquel anciano, le curó y asistió hasta que pudo valerse por sí mismo. Acabado su inesperado cometido y decidido a cumplir su misión inicial, reanudó su camino sin descanso hasta Belén, pero cuando llegó ya no encontró al niño ni a sus padres, que habían huido rumbo a Egipto escapando de la matanza que había ordenado Herodes.

El cuarto rey comenzó entonces un viaje siguiendo las huellas del nazareno, que le ocuparía el resto de su vida. Por donde pasaba en busca de sus pasos, encontraba a personas que precisaban de ayuda y él, atendiendo siempre a su noble corazón, ayudaba sin detenerse a pensar que el cargamento de piedras preciosas que cargaba se iba mermando paulatinamente a medida que su generosidad se iba derramando a cada paso de su caminar mientras se preguntaba qué podía hacer si la gente requería de su ayuda y cómo iba a desentenderse sin ayudar a quienes lo necesitaban.

Los años fueron transcurriendo derramando su generosidad mientras buscaba encontrarse con el elegido, en un éxodo permanente que parecía imposible de concluir. Cada vez que parecía llegar a alcanzarle una nueva necesidad le inducía a detener su peregrinar y a perder el rastro hasta una nueva pista. Treinta y tres años después de iniciar su viaje, el viejo y cansado Artabán llegó a las cercanías del Monte Gólgota donde iba a tener lugar la crucifixión de un hombre, alertado porque algunos decían que era el Mesías enviado por Dios para salvar al mundo. Con el último rubí que quedaba en su bolsa, dispuesto a entregar la joya por encima de cualquier cosa y cumplir de este modo su promesa, comenzó a ascender la ladera que llevaba a la cima del monte y en ese preciso instante divisó a una mujer que era llevada a la plaza para ser vendida como esclava y pagar una deuda de su padre. Artabán, sin dudarlo ni un instante, entrego la piedra preciosa a cambio de su libertad.

Desconsolado a pesar de su buena obra, pero con la desazón de no haber logrado cumplir con su misión, se sentó junto al pórtico de una vieja casa y en ese momento la tierra tembló y una piedra cayó sobre su cabeza. Abatido, anciano y con sus últimas fuerzas, el cuarto rey imploró perdón por lo que consideraba un fracaso. En ese momento, una voz que identificó inmediatamente con la de Jesús retumbó con fuerza en su pensamiento, una voz que le dijo: “Tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, estuve desnudo y me vestiste, estuve enfermo y me curaste, me hicieron prisionero y me liberaste”. Artabán, agotado preguntó: “¿Cuándo hice yo esas cosas?”. Y la voz respondió: “Todo lo que hiciste por los demás lo has hecho por mí, la misericordia que tuviste para con los más pequeños e insignificantes la tuviste conmigo, pero hoy estarás conmigo en el Reino de los Cielos”.

La hermosa historia del cuarto Rey Mago, debería servir de ejemplo y reflexión para muchos de quienes desarrollan obras asistenciales en el seno de las cofradías. Sin ánimo de menospreciar el maravilloso gesto de Melchor, Gaspar y Baltasar, y amparándonos en el concepto metafórico de la historia, su labor fue flor de un día, una ayuda necesaria pero puntual. La tarea desarrollada por Artabán, en cambio, se perpetuó en el tiempo y convirtió cada segundo de su existencia en una muestra viva de obra social permanente en apoyo de quienes más lo necesitaban en cada momento, de manera más callada, más humilde, sin haber pasado a la historia porque su gesto perenne no lució bajo la estrella de Belén y no quedó recogida por quienes contaron lo que ocurrió bajo los focos. Una labor callada, silenciada por la historia, pero que sirvió para ayudar a muchos más a lo largo de toda una vida de ayuda al prójimo, que tuvo su recompensa en forma de pedacito de Cielo.

Las cofradías deben determinar en qué Rey quieren convertirse, en los que hacen una obra puntual, indiscutiblemente necesaria pero puntual, o en quienes desarrollan un trabajo sistemático de apoyo a los demás, un gesto maravilloso en el centro del huracán o una labor permanente que indudablemente brilla menos de cara a la galería pero que se materializa en un pedazo de pan para miles de personas. No estoy menospreciando la labor de los tres que llegaron a tiempo a Belén, pero, ¿qué quieren que les diga?, yo me siento mucho más cercano a Artabán y a su obra. Prefiero la labor callada a los focos o la foto, posando caja en mano, difundida hasta la saciedad en redes sociales o los anuncios rimbombantes de cara a la galería. Hoy son muchas las cofradías que se comportan como Artabán, en Sevilla, en Córdoba… en cualquier punto cardinal del universo cofrade.

Hermandades como el Buen Fin, el Cerro del Águila, la Hiniesta o Santa Genoveva en Sevilla o la Merced, la Agonía o la Cena en Córdoba, por poner algunos ejemplos más allá de los grandes transatlánticos y a riesgo de ser injusto con otros similares que pueda olvidar y ante cuya omisión pido humildemente perdón, demuestran día a día que es posible hacer un trabajo continuo, que se desarrolle los 365 días del año, en pos de quienes más lo necesitan, más allá de un par de campañas ocasionales. Una labor nunca suficientemente publicitada, no para glorificar el nombre de nadie, sino para que el mundo sea consciente de que, frente a las fotos a veces interesadas, el incienso de algunos y la solidaridad puntual, necesaria pero insuficiente, existe otro universo cofrade, el que de verdad huele a incienso y no reluce como el oro, el que mira por encima de proyectos mastodónticos y no tiene reparo alguno en dilatar en el tiempo la acometida de legítimas aspiraciones patrimoniales para alcanzar otros objetivos probablemente con menos brillo pero infinitamente de mayor calado. Hoy, estas hermandades se han convertido en el cuarto Rey Mago de lo que de verdad importa, y es momento de cada cual reflexione, valore y concrete, cuál es su Rey preferido y obrar en consecuencia. Yo lo tengo claro… ¿y ustedes?

Guillermo Rodríguez


Fotos Benito Álvarez


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