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martes, 18 de junio de 2013

Persecución y Martirio del Episcopado español (I)

Manuel Basulto Jiménez. Obispo de Jaén (1869-1936)

Nació en Adanero (Ávila) el 17 de mayo de 1869. Realizó sus estudios eclesiásticos en la capital de la diócesis, pasando después a Valladolid, donde obtuvo con brillantez la licenciatura en Derecho. Como sacerdote regentó dos canonjías: la magistral de León y la lectoral de Madrid. El 16 de enero de 1910  fue consagrado obispo en la iglesia de los Paúles de Madrid. Su primer campo pastoral fue la diócesis de Lugo, en donde permaneció durante diez años. En junio de 1920 fue a Jaén, punto de partida de su pontificado. En su escudo rezaba el lema: “Quien a Dios tiene, nada le falta”.

El 18 de julio de 1936 estaban concentradas en la capital las fuerzas de la Guardia Civil de toda la provincia, al mando del teniente coronel Pablo Iglesias Martínez, que no hizo ninguna tentativa para alzarse, lo que facilitó el triunfo del Frente Popular, cuyos elementos más exaltados se lanzaron a la calle dispuestos a barrer los focos facciosos. Primero se dirigieron al palacio episcopal, reclamando a voces las armas que suponían existir en el interior. Cuando estaban intentando descerrajar las puertas a culatazos, el obispo se las abrió de par en par, comprobando las turbas que allí no había armas, pero prometieron volver. 

En la mañana del 11 agosto le fue comunicada al Obispo la confidencia de que su nombre y el de sus familiares figuraban en una lista para engrosar un tren de prisioneros que saldría aquella noche con destino Madrid. Fueron unas trescientas personas las que fueron materialmente prensadas dentro del convoy.

El jefe de estación de Santa Catalina, inmediata a la de Atocha, Luis López Muñoz, testigo presencial, hizo la siguiente declaración una vez finalizada la contienda: 

Cuando hacia las doce del día 12 de agosto llegó el tren a la estación de Santa Catalina, grandes grupos de mozalbetes armados lo esperaban y comenzaban a dar gritos de alegría, pidiendo que se les entregaran los prisioneros. Entonces se presentaron dos camiones de guardias civiles y de asalto, que intentaron conducir el tren hasta Alcalá de Henares; pero el populacho se opuso. Se llamó por teléfono al ministerio de la Gobernación y a la Dirección de la Guardia Civil consultando el caso; como las órdenes no eran muy concretas, se puso al aparato un individuo llamado Arellano, que, según parece, era el jefe de los libertarios, y tuteando al ministro de la Gobernación, Casares Quiroga, le dijo que, si no les entregaban los prisioneros, matarían a los guardias. El Ministro respondió que si era la voluntad del pueblo, que así fuera.

Los guardias se retiraron, dejando el tren abandonado y en poder de los exaltados, que le hicieron circular por la vía de Vallecas. Antes de llegar, en un lugar conocido como la Caseta del Tío Raimundo, detuvieron el tren, siendo aproximadamente las tres de la tarde. Rápidamente empezaron a hacer bajar del tren tandas de presos, que eran colocados junto a un terraplén en grupos de veinticinco frente a tres ametralladoras donde eran asesinados. Entre los fallecidos, el Obispo y el Vicario General Félix Pérez Portela. 

La hermana del Obispo, que era la única persona del sexo femenino de la expedición, llamada doña Teresa Basulto Jiménez, fue asesinada individualmente por una miliciana que se ofreció a hacerlo, Josefa Coso "La Pecosa". La matanza continuó con el resto de los detenidos, siendo presenciado este espectáculo por unas dos mil personas, que hacían ostensible su alegría con enorme vocerío. Estos asesinatos, que comenzaron en las primeras horas de la mañana del 12 de agosto de 1936, fueron seguidos del despojo de los cadáveres de las víctimas, efectuado por la multitud y por las milicias, que se apoderaron de cuantos objetos tuvieran algo de valor, cometiendo actos de profanación y escarnio y llevando parte del material incautado al local del Comité de Sangre de Vallecas.

El que asesinó al Obispo declaró que lo hizo disparando una escopeta cargada de plomo a una distancia de metro y medio. Dos de los supervivientes, Jacobo Navarro y Leocadio Moreno, dijeron que el obispo cayó de rodillas, exclamando: Perdona, Señor, mis pecados y perdona también a mis asesinos.






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