Seguramente, nos cuesta recordar cómo fue la primera vez que, por la espina dorsal, nos recorrió el escalofrío que ya nunca nos abandonó por completo. Seguramente, sí esbozaremos trazos de aquellos primeros días y la nostalgia nos guíe por el camino –idealizado- de los recuerdos traídos del tiempo.
Luego, los años, las sensaciones repetidas, los momentos descubiertos… parecen aventurar que no habrá posibilidad mayor para la sorpresa que recordar aquella que nos descubrió siendo niños.
Fue una mañana de junio, cuando el sol de mediodía latía en el cielo y el azul era concepcionista, la elegida para que se forjara este instante. Tan reciente que parece imposible que algún día se marche del pecho en que aun ahora sigue vibrando.
El Sacramento ya era una bienvenida cuando, sobre su cuello, comenzó a acariciarlo la cuerda negra y blanca que anuda las Cinco Cruces. Los pasos nos condujeron a Ella y, casi como si los tres estuviésemos allí solos, una marea tibia recorrió nuestros sentidos. En esa fracción ya sabía que aquel descubrimiento que él no recordará en el futuro para mí era regresar a un tiempo remoto en que el asombro me golpeaba de bruces en la cara. Cada instante que uno ha recibido siempre es un regalo que agradecer. Sin embargo, aquel en que, entre mis brazos con su medalla sobre el pecho, le presenté a la que ya es suya me hizo volver a la patria y a la fe que, alguna vez, fue mía.
Blas Jesús Muñoz
Recordatorio Mis instantes favoritos: La Virgen de la Caridad