Aunque me parezca increíble, aun quedan sonrisas francas como la tierra, que no entienden de las miserias mundanas que corroen la piel, el pensamiento, el propio quehacer diario. Sonrisas que no saben de presiones ni mordazas que se tensan con su sambenito, tan pretérito, tan presente y tan real. Sonrisas que no persiguen nada porque en sí mismas suponen la felicidad.
Esa sonrisa la veo cada mañana, mediodía y noche. Sé que es un regalo, un estremecimiento bajo mi piel, en la conciencia, en el centro mismo del alma como un presente continuo de tus días. Esos mismos días en que intentarán arrebatártela, con su rastro mezquino de componendas. Será entonces cuando comiences a entender lo que intenta explicarte tu padre. Habrá pocos amigos, los que elijas, los que permanezcan, los que se marchen y los que nunca lo fueron. Habrá quienes lo sigan siendo cuando, en lo más oscuro del pensamiento, quieras creer que no lo son, pero no te han negado su mano que la falsa apariencia intente hacerte ver.