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miércoles, 18 de febrero de 2015

Entre la ciudad y el Incienso: Jerusalén


Blas Jesús Muñoz. Resuena un redoble pretérito que nos traslada a un rincón emocional, estético, simbólico, donde la infancia explota en mil latidos que se derraman como los pétalos de un clavel en pleno fulgor irisado. Resuenan en los tímpanos del pasado los sonidos que nos portaban a la Jerusalén celeste de nuestra Semana Santa, recién estrenada, al paso ilusionante de la Borriquita. Resuenan las sonrisas, la mano caliente e inmensa del padre, de la madre, del hermano, mientras las pupilas caprichosas del recuerdo solo nos devuelven el azul del cielo, como si otra lluvia fina que no fuera de la alegría fuese posible. Resuenan los ecos de la música elegante al paso de un palio que, con su bambalina expectante, acariciaba nuestras miradas que solo ansiaban procesiones y más procesiones hasta convertir la semana en un oasis de nuestra propia fe sentida, no aprendida.

Jesús entraba en Jerusalén y queríamos ir tras de Él, ser su San Juan, su Cirineo, su Dimas en el último aliento. Queríamos ser parte de su ser, albergar la expectativa que nos dio como el mejor tesoro que nunca tuvimos. Un cofre inmaterial de salvación que se plasma en la mirada del Hijo del Hombre.


El hombre que persigue, infatigable,
su camino
que lo llevará al tránsito certero
del día a la noche. Del azul intenso
a la sombra 
antes de la luz más absoluta.

El hombre que afronta los hechos
encomendado al Padre.
El hombre que es 
igualmente, Dios. Que se abaja
para igualarse, para salvarnos.
Y, en su Jerusalén, en su Entrada Triunfal
dilucidamos la nuestra.
















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