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lunes, 4 de mayo de 2015

Enfoque: 0 a 8


Blas Jesús Muñoz. Con ese resultado terminaba de firmar el Córdoba su descenso, mostrado como una alegoría exacta y tremenda de la ciudad que representa y de todos y cada uno de los sustratos que componen la amalgama, tan extraña a veces, de la urbe que ya apenas si recuerda todo lo perdido en alguna noche de un invierno demasiado lejano y perverso.

Un equipo que el pasado sábado sufría el abuso de otro, absolutamente superior. Un abuso como el que sufren ciudad y hermandades por parte de quienes podrían o deberían ayudarlas a caminar firmes. Un equipo que veía llegar a algunos de los que se llaman "suyos" con bufandas y camisetas del rival. Como los que se van a Sevilla -pensarán-. No. El que se va allí, en su ejemplo futbolístico, es como el que va a ver al Atlético al Calderón jugar la Champions, no te traes tu afición a casa y desplazas a la que hay.

Un equipo que no dejará de serlo jamás para un puñado de correligionarios que lo hemos visto medirse al Mármoles Macael, Mensajero, Realejos, Cerro Reyes... La Semana Santa no nos dejó apenas ascensos y sí alguna pérdida de categoría más dolorosa que las del equipo de fútbol.

Recuerdo hoy aquellos partidos de la infancia y a aquellos jugadores como Paco, Berges, Tejero, Mantecón o Momparlet que nos hicieron soñar y llorar durante la primera juventud. Y a aquellos que preferían al Madrid, al Barça, al Atlético, al Sevilla o al Betis, los mismos que luego se permiten pontificar sobre nuestra afición rozándose, desde su antípoda, con esos mismos cofrades, repletos de cordobesía, que tiran por tierra a su equipo, su ciudad y sus cofradías para, acto seguido, criticar al que se va o anima a otro.

Esa es nuestra ciudad. Nuestro equipo y nuestras cofradías seguirán esperando a que sus aficionados y sus devotos (en cada caso) vuelvan a dar cuenta de lo que en realidad deberían ser, por más que nos metan ocho.









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