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martes, 14 de julio de 2015

El Cirineo: El club de los elegidos


Pocos, muy pocos son los miembros del club de los elegidos por el destino para ser capaces de obrar el milagro de cambiar el mundo y muchísimos menos los que poseen la capacidad de hacerlo por sí mismos, de manera autónoma, sin necesidad de la participación de sus semejantes.

Si repasásemos la historia de nuestras cofradías en la época contemporánea podríamos contar con los dedos de dos manos a aquellos seres humanos cuya capacidad innata o adquirida ha propiciado transformaciones relevantes en hermandades concretas o incluso en la fisonomía de la Semana Santa globalmente considerada.

Juan Manuel Rodríguez Ojeda es probablemente el paradigma más conocido de un ser artísticamente superior, un hombre dotado de una especial sensibilidad y unas condiciones excepcionales capaces de crear, verdaderamente crear más allá de la copia disfrazada y alterar lo establecido para que la realidad que dejó tras de sí fuese diametralmente opuesta a la que encontró. Pero no ha sido el único caso en las cofradías contemporáneas.

A principios del siglo XX, la cofradía de San Juan de la Palma no era precisamente el ejemplo de compostura y de hermandad seria que todos conocemos en la actualidad  como el Silencio Blanco. En 1911, la corporación sorprendió a propios y extraños mostrando a Sevilla y por extensión al mundo, un giro copernicano a la que era su esencia hasta entonces, dando los primeros pasos para configurar esta excepcional idiosincrasia que constituye su santo y seña en la actualidad. Esta metamorfosis fue esencialmente obra de un solo hombre, José Prados Vera, mayordomo de la hermandad, quien secundado indiscutiblemente por un hermano mayor que tuvo la grandeza de ser consciente de que un elegido compartía mesa junto a él en los cabildos de oficiales, fue capaz de convencer a sus coetáneos de la necesidad del cambio y de crear ese estilo personal e intransferible, por más que muchos se hayan esforzado en copiarlo, que hoy posee la Amargura.

En la ciudad de Córdoba también existen ejemplos de lo que les cuento, personas que bien por poseer una mente preclara o en ocasiones de manera casi accidental, fueron capaces de alterar lo existente para parir algo distinto a lo que el común de los mortales consideraba imposible de evolucionar.

José Gálvez fue uno de ellos, probablemente en este caso, limitándose a importar a su ciudad de acogida lo que había conocido en sus años de juventud, algo muy sencillo en este mundo globalizado de redes sociales pero de una extrema complejidad en el tiempo en el que ocurrió y puede que no siendo consciente en origen de que sus decisiones modificarían lo establecido en la Semana Santa de Córdoba para convertirla en lo que es en nuestros días.

Fray Ricardo de Córdoba, otro genio incuestionable para todo el universo cofrade salvo para algunos de sus conciudadanos que, desde la visceralidad que se alimenta de la envidia y el cainismo más repugnantes, niegan el pan y la sal a uno de los artistas fundamentales de la Semana Santa de Córdoba y Andalucía y sin cuya existencia las cofradías cordobesas, salvo escasísimos ejemplos, jamás hubiesen abandonado el pozo de la mediocridad. A veces me pregunto cuánto le debe la muy ingrata ciudad de Córdoba a Ricardo Olmo… sin encontrar jamás respuesta.

En las últimas décadas otro grande dejó su indiscutible impronta en la ciudad de San Rafael. Fray Juan Dobado, llegó a San Cayetano para modelar una devoción que, dicho desde el mayor de los respetos, era lo que era, y la convirtió en una referencia, no ya de las corporaciones lefíticas cordobesas, sino un ejemplo con mayúsculas para el universo cofrade de la ciudad y un ejemplo para toda Andalucía y cuya capacidad, esfuerzo y encomiable labor disfrutan desde hace unos años a la sombra de la Giralda.

Queda por tanto científicamente demostrado, que efectivamente existen seres superiores que son capaces de, en el ejercicio práctico de sus propias condiciones, dar la vuelta como un calcetín a una hermandad o a toda una realidad cofrade, y cuya existencia ha reportado un evidente beneficio común.

El problema surge cuando se manifiesta el fenómeno opuesto. Individuos que carecen del conocimiento mínimo que debería ser exigido para ostentar un cargo en una hermandad, que nada tiene que ver con haber leído unos cuantos libros de arte, y que terminan ejerciendo de prioste, diseñador, vestidor o hermano mayor, empeñándose en materializar una genialidad que no poseen. Sujetos que viven en el convencimiento de ser la reencarnación del mismísimo Juan Manuel y experimentan vistiendo (o instando a ello) de colores inadecuados a la Imagen que toque, como si de una Nancy se tratase o inventan un absurdo coro de niños para desfilar tras un palio, o copian y copian como si no hubiese un mañana llamando "diseño exclusivo de inspiración romántica" a lo que otro dibujó con anterioridad. Personajillos que pretenden modificar el estilo de un paso vía repertorio musical o incluso propiciando la expulsión de un capataz que ya estaba ahí mucho antes de que el interfecto rellenase su ficha de hermano. Habitualmente se trata de especímenes impresentables, pobres diablos que han ido saltando de flor en flor hasta encontrar acomodo en aquél lugar en el que la dejación de funciones de quien hipotéticamente manda les ha permitido hacer de su capa un sayo y que entre las múltiples carencias que colecciona su miserable condición humana, está la de la ausencia de la hombría imprescindible para asumir de frente la responsabilidad de sus acciones escudándose en la vara dorada que otro ostenta con más pena que gloria.

Tal y como periódicamente les recuerdo, ahí es donde los cofrades debemos aprender a decir basta, a poner pie en pared y hacer ver a estos presuntos iluminados que no vamos a tolerar que su capricho altere lo inalterable porque ni son poseedores de sensibilidad especial alguna, ni el destino les ha dotado de la capacidad de crear más allá de la siembra de cizaña y el reparto selectivo de estiércol al que ya nos tienen acostumbrados. Lo vengo reiterando con mayor frecuencia de la que quisiera, pero la realidad es muy tozuda.

Este es el verdadero cáncer de nuestras cofradías, el que hay que extirpar con urgencia y perfección quirúrgica, antes de que el mal se extienda infectando al resto del organismo, las consecuencias sean irreparables y la muerte una realidad. La cuestión es, ¿quién asume la responsabilidad de coger el bisturí antes de que sea demasiado tarde?, porque por más que miro a mi alrededor, cada vez es más complicado mantener la esperanza y más sencillo coleccionar incapaces mancillando cofradías.


Guillermo Rodríguez













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