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martes, 2 de febrero de 2016

El Cirineo: Historia de un agravio comparativo


Pocas cosas en el mundo irritan más a quien les habla, que el hecho de que un listo con complejo de superioridad más o menos manifiesta, pretenda tratar por imbécil al resto de los mortales. Verán, les voy a contar una historia. Érase una vez un grupo de amigos que se reunieron para ponerse de acuerdo en un asunto de vital importancia que les afectaba colectivamente. Ocurrió en una facultad, carece de importancia concretar en cuál. Seis compañeros eran los únicos alumnos en una clase minoritaria de unos pocos créditos que ningún otro estudiante había querido cursar... una "maría" en toda regla, vaya. Cuatro de ellos, en base a la especial idiosincrasia de la asignatura en cuestión, habían llegado a un acuerdo tácito con el profesor, en virtud del cual mediante la presentación de una monografía, tenían la opción de superar la asignatura satisfactoriamente, sustituyendo al siempre enojoso examen, al que únicamente habría que acudir en caso de no obtener la nota suficiente en el trabajo presentado. El acuerdo, que implicaba un esfuerzo constante y por derivación un menor riesgo de suspenso por la mero hecho de evitar el examen tradicional, se fue cumpliendo a rajatabla para satisfacción de ambas partes hasta el punto de que diversas conversaciones entre alumnos y profesor concluyeron que esa era la forma óptima de superar la asignatura, y por extensión el mejor modo de aprender, aconsejando al resto de alumnos optar por esta manera continua de ser evaluado.

Todo parecía conducir a un acuerdo hasta que la elección de un nuevo rector puso en peligro el status quo. El nuevo directivo, manifestó que "suponía un riesgo para la comunidad educativa" esa especie de acuerdo entre las partes acerca del mejor sistema de evaluación, que contravenía lo que siempre se había hecho, imponer desde el profesorado un sistema basado en exclusiva en "el examen de toda la vida", y la inevitable asunción sumisa por parte del alumnado de los criterios impuestos coercitivamente por los que mandan. Los alumnos, entendiendo que se veían amenazados sus derechos adquiridos, optaron por la protesta pública y anunciaron su negativa a realizar examen alguno al tiempo que advirtieron que cualquier sistema de evaluación no fundamentado en el acuerdo entre partes adoptado en base al consenso entre ellos y su profesor sería inaceptable.

Por solidaridad y corporativismo, el resto de alumnos secundaron las tesis de sus cuatro compañeros, haciendo suya la reivindicación bien por convencimiento, bien arrastrados por las circunstancias, unos por hacer lo que creían justo y otros por no señalarse. Una opción que profesor y rectorado asumieron, uno con satisfacción y otros a regañadientes para no alimentar un pequeño conflicto que podría acabar tornándose en una batalla en toda regla. La única exigencia por parte del órgano máximo de dirección consistía en duplicar la extensión de cada trabajo sustitutivo, con el esfuerzo derivado que ello suponía, demanda que fue aceptada por los estudiantes.

Pero sucedió que uno de los seis alumnos, curiosamente uno de los dos que originalmente no formaban parte del grupo que evitaba el examen con la confección del trabajo sustitutivo, a falta de dos meses para la evaluación, perdió el instrumento imprescindible para presentar ese trabajo inexcusable que reemplazaba al temido y repudiado examen tradicional. Su ordenador sufrió una avería y la realidad económica en la que se desenvolvía le impedía repararlo o hacerse con otro con semejante premura, con la evaluación tan cerca. En vista de que uno de los seis quedaría fuera del pacto común y ante la tesitura de quedar señalado en exclusiva frente al nuevo rector, los cuatro promotores de la idea original convinieron una opción alternativa: estarían dispuestos a presentar sus trabajos redactados a mano, con la extensión original, en solidaridad con el compañero que carecía de la posibilidad de entregarlo mecanografiado, a sabiendas de que ello supondría obtener una nota inferior y la necesidad por tanto de realizar el examen que en origen pretendían evitar, con el riesgo de suspenso que ello conllevaba. El acuerdo fue duro pero después de diversas deliberaciones estaba preparado para ser presentado al rector para su aprobación concluyente. Sin embargo, el día de la reunión definitiva, cuando todo estaba cerrado a falta de firma, el sexto alumno, el que había guardado un prudente y sospechoso silencio mientras el resto de compañeros exponía abiertamente sus pros y sus contras con vistas a un hipotético acuerdo, se descolgó con una petición de última hora. Ya que los demás estaban satisfechos con el nuevo método de evaluación adoptado, trabajos escritos a mano que permitirían subir la nota obtenida en el examen, solicitó entre el estupor de sus compañeros hacer lo que jamás se había planteado hacer con anterioridad: presentar su trabajo redactado a ordenador y evitar de este modo el temido examen.

La sorpresa fue mayúscula para el resto de alumnos y para el profesor, no así para el rector y sus representantes que se apresuraron a presentar una contraoferta que permitiría a todos los estudiantes, salvo obviamente a quien carecía de ordenador, optar por la propuesta in extremis del "alumno más callado a este lado del Missisipi", una propuesta que supondría regresar al punto de partida, señalaría únicamente al alumno que carecía de los medios necesarios para adherirse a ella y perjudicaría a todos ya que la nueva extensión requerida, que duplicaba a la original, impedía a estas alturas entregar un trabajo suficientemente bueno como para que la nota obtenida fuese la necesaria para evitar el examen, ya que el tiempo perdido en las sucesivas reuniones aproximaba de tal modo la fecha de la evaluación que resultaba prácticamente imposible terminar un trabajo de semejante tamaño. Imposible de todo punto salvo que se hubiese estado trabajando en silencio en él mientras el resto de compañeros se mojaba en la búsqueda de un acuerdo y perdía su tiempo en intentar concebir una opción alternativa.

Imaginen la cara de idiota de cinco de los alumnos cuando comprobaron fehacientemente que habían sido timados por el más callado de la clase, por el que les había dejado estrellarse en silencio y que presentó casi sin capacidad de reacción una propuesta para beneficiarse de lo que cuatro de sus compañeros hacían unos desde hace años y otros desde fechas recientes. Imaginen la expresión de sorpresa al descubrir que uno de sus compañeros se creía el más chulo de la clase, el que está por encima del bien y del mal, el que se pasa por el forro el bien común y solamente mira por sus propios intereses… E imaginen finalmente sus miradas entrecruzadas cuando constataron que el rector conocía perfectamente la jugada y que existía un acuerdo oculto para que el chico silencioso, se beneficiase en exclusiva de una opción a la que el resto no tenía más remedio que renunciar, materializando de este modo un vergonzoso agravio comparativo.

¿Que qué ocurrió al final?. ¿Realmente importa?. ¿No les parece suficiente con que un alumno se aprovechase de sus compañeros para obtener beneficio sin importarle sus compañeros? Si, ya se lo que están pensando, después de dos semanas sin que El Cirineo coja su cruz y haga acto de presencia bien les podría haber hablado de cofradías que al fin y al cabo de eso se trata cuando uno ocupa su tiempo libre leyendo una página de estas características, pero ¿están realmente seguros de que no les estoy hablando de hermandades?. Les propongo un pequeño ejercicio, ténganme un pelín de paciencia. Sustituyan a los seis alumnos por seis cofradías, a la asignatura por el Miércoles Santo, al Rectorado por la Agrupación de Cofradías, al profesor por el Cabildo Catedralicio... repartan las hermandades según les dicte su mejor saber y entender... y ahora díganme... ¿siguen estando seguros de que no hemos estado hablando de hermandades desde el principio?


Guillermo Rodríguez


Foto Antonio Poyato







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