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martes, 8 de marzo de 2016

Donde nace el Azahar: Hijos de la luna


Blas J. Muñoz. Cayó una noche más, mientras el Domingo de Pasión se ayudaba al final de aquella penúltima semana de Cuaresma. La noche, con su soledad perseguida, no solo le traía recuerdos, sino certezas que lo alertaban y confundían sus sentidos hasta el amanecer. Como si la luz del amanecer limpiara cuerpo y alma, alejando la dualidad platónica del ser humano.

Se asomó a la ventana para dejarse querer por el aire frío a esas horas de la madrugada. Pasaba los días cansado, pero llegada la hora le resultaba imposible conciliar el sueño. Repasó todo lo que dejaron atrás los años, aquéllo que alguna vez pareció inamovible y que ahora, simplemente, formaba parte de una distancia emocional insalvable, a excepción de un reducido número de cosas que sí extrañaba, cada vez con más persistencia.

Se recordó limpiando plata. No pudo evitar una sonrisa nostálgica que se agranda al recordar la oscuridad de aquellas parihuelas. El cuello se iba calentando y las levantás lo elevaban al cielo. Creyó que nunca se acabaría y se acabó. Creyó que todo era inamovible y se movió. Creyó que los días eran infinitos e iguales y resultaron distintos. Creyó en quien no debió creer y dejó atrás a alguno que no debió.

Los pensamientos le aprisionaban la cabeza y una sola imagen le rondaba los sentidos confusos. Se la guardó para sí como tantas veces y se descubrió añorando el zanco derecho que tantas veces lo puso a prueba de sí mismo. Pronto amanecerá y todo se habrá ido -se dijo-. Sabía que regresaría a la noche siguiente, en el cuarto exacto de la Luna. Allí no había hierba desde donde mirarla ni poema de Lorca que presentase un pregón. Pero la volvería a mirar, a expensas de una Semana Santa que afrontaba con una incertidumbre nunca imaginada.

Foto F G Sanmiguel 






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