Blas J. Muñoz. Al despertar, rodeado de antiguos recortes de prensa, uno de ellos le recordó aquellos primeros años noventa. Aquella segunda etapa de redescubrimiento de las cofradías en plena adolescencia. Aquel tiempo donde todo lo imaginaba encorsetado a rostros serios, corbatas negras, gestos circunspectos. Y, entre ellos, el de un capataz de los que ya no había.
Recordó el semblante, el porte siempre erguido de Javier Romero delante del Señor de los Reyes, camino de la Catedral. Desde la primera vez que la Archicofradía de la Verá Cruz decidió realizar estación de penitencia, siempre fue al primer templo -se dijo.
Rememoró el pequeño homenaje, el guiño a su propia historia que la hermandad realizará el año anterior y casi pudo percibir con nitidez el sonido limpio y clásico de las cornetas, abrazando su Cruz como lo hiciera el mismo Escamez la primera vez que ideó la composición armónica de metal y piel entregadas al Señor.
La noche avanzaba, quizá de vuelta de la Catedral. Lentamente el sueño volvió a abrazarle y creyó que estaba en la madrugada del Martes Santo contemplando el regreso de la Verá Cruz a su templo, como un regalo más de aquella extraña Cuaresma.
