Blas J. Muñoz. Aquella tarde cayó en la cuenta de había
perdido la suma de los años que llevaba esperando un Lunes Santo como el
que se prometía en la mirada de quienes habían apostado por él. Una
cuenta de madrugadas complejas que se reunían en la Catedral para verla
entrar, envuelta entre las sombras de la noche.
La candelería se enfrentaba a la oscuridad y le encendía el
rostro para que se apreciase la primavera que anunciaba en su mirada.
La misma que la de aquellos niños que siempre llevaron en el corazón la
herida de no volverla a ver transitar por el interior de los muros del
recinto sagrado.
Ante Ella todos somos niños -pensó-. Todos nos
empequeñecemos mientras pedimos o agradecemos, reíamos o nos
encomendamos y, con un gesto innato, comenzó a rezar para sí, para Ella.
No había nada encima de la mesa. Ni una fotografía, papel o
revista y, sin embargo, más allá de sus pupilas, la imagen de Santa
María de la Merced estaba clavada en lo más hondo de sus recuerdos. Los
aromas de Lunes Santo, el frío de la recogía, el temblor de saber que ya
era Martes y tenía que prepararse para lo que le aguardaba. Todos somos
de una y mil hermandades, siempre que nos admiramos de la Fe
engrandecida por la belleza que es ofrenda divina. Todos podemos
mirarnos en el rostro primaveral, infinito, de Santa María de la Merced.
Foto: Álvaro Córdoba
Recordatorio Donde nace el Azahar: La niña de mis ojos