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sábado, 26 de julio de 2014

Enfoque: Luis Álvarez Duarte. Restaurador (I)


Quizá sea este objeto de estudio uno de aquellos temas sobre los que existe un mayor interés por parte del gran público cofrade, tanto dentro como fuera de nuestro margen local. A partes iguales, la admiración y la controversia han venido acompañando todas aquellas actuaciones en las que el imaginero sevillano ha tenido la oportunidad de asistir en calidad de restaurador. Málaga, quizá por ser -como el propio imaginero afirma en términos taurinos- la ciudad que le otorgó la confirmación de su quehacer artístico, es uno de los lugares en los que hacemos acopio de un mayor número de realizaciones ex novo, así como de restauraciones, tanto sobre obra de otros artistas como en obras de propia factura. Hasta en número de diez son las imágenes que han sido acogidas hasta el momento por sus manos para labores de conservación. Desde la imagen de la Virgen de la Esperanza -todavía de autoría anónima-, intervenida por él de un modo quizá irreversible, hasta la más reciente actuación sobre la Virgen de la Paz -una de sus obras de juventud-, prácticamente ninguna de dichas intervenciones se ha librado de extensos juicios de valor, no siempre autorizados por criterios basados en el rigor científico.

El recorrido que aquí proponemos a través de esas diez imágenes es evolutivo en el tiempo y lo entendemos como representativo de la propia trayectoria artística del imaginero. Estas consideraciones quieren apartarse lo más posible del gusto estético, así que trataremos de ceñirnos a lo que la evidencia del estudio nos depara, haciendo ostensible aquello que, desde la objetividad, nos informe de diferentes calidades y formas de actuación ante cada empresa. En gran parte de los casos, la información acerca de esos procesos de restauración brilla por su ausencia, o bien es parca, o bien se limita a apreciaciones que rayan en lo poético. Sin embargo contamos con el estudio pormenorizado del profesor Juan Antonio Sánchez López en su tesis doctoral “El alma de la madera”, donde se atribuyen diversas coautorías que despejan muchas dudas acerca del trabajo del artista hispalense.

La restauración de imágenes de vestir

Quizá el aspecto más confuso de este estudio sea la propia consideración de lo que entendemos, o debiéramos entender, por restauración. Por la propia idiosincrasia de las imágenes de candelero, que en su devenir histórico son procesionadas, besadas y vestidas en innumerables ocasiones, el deterioro irreversible se da en una progresión temporal muy distinta a la del resto de las obras de arte. Ello sin tener en cuenta el hecho de que, al estar sujetas al arbitrio de albacerías, camareras, vestidores y juntas de gobierno, muchas son las ocasiones en los que los cambios de gusto han dado lugar a auténticas transformaciones que no siempre son reprochables al artista/artesano que acomete la intervención. Los criterios para las labores de conservación y restauración deberían preservar y revalorizar la imagen por su papel en la sociedad como bien cultural y testigo de un momento histórico-artístico. Así, no se deberían “transformar o alterar sus elementos constitutivos, ni confundir o dificultar su lectura”, entendiéndose por tanto que se debería siempre actuar con el máximo respeto posible tanto hacia el periodo estilístico como hacia el autor primigenio de la obra, quien sin duda infundió en ella un determinado compendio de valores intrínsecos. Es por ello que el auténtico restaurador debiera renunciar a cualquier tipo de participación creadora. Suscribimos absolutamente las palabras de Pilar Pintor Alonso y Yolanda Oliva cuando afirman que “se debe mirar tanto a la salvaguardia de la imagen como al testimonio histórico que ésta representa, ya que la obra nunca puede ser separada de la historia tal cual, es documento irrepetible".

Llegados a este punto, cabe plantearse: ¿cómo ha sido, en líneas generales, el trabajo de Luis Álvarez Duarte en el ámbito de la restauración de imágenes procesionales? De un lado, sería injusto hacer una valoración absoluta de toda su trayectoria bajo el prisma de los criterios de restauración que consideramos necesarios en la actualidad. En su etapa de juventud, cuando el artista sevillano acomete hasta seis de esas intervenciones en nuestra ciudad, su sistema de trabajo estuvo condicionado por un auténtico giro estético en el panorama de la Semana Santa malagueña, casi un volantazo, que se diría. Cosa bien distinta ha ocurrido con sus actuaciones ejecutadas desde 1992, en las que se tuvieron en cuenta diversos parámetros actualizados. Y es de justicia responsabilizar de aquel giro estético, y de sus consecuencias, a todos aquellos cofrades que, desde la admiración hacia el artista, le empujaron a llevar a cabo tareas de un calibre mucho más creativo del aconsejable en una simple restauración.


En paralelo a los trabajos del joven Duarte, los criterios de conservación de obras artísticas estaban casi por definir, ya que no es hasta 1972 que se redacta en Italia una Carta de Restauro en la que se definan los márgenes estrictos en los que debería desenvolverse cualquier actividad referida a la salvaguardia, conservación, restauración y mantenimiento de obras de arte de toda índole. Al fin y al cabo, el documento anterior, de 1932, sólo prestaba atención a obras de estirpe arquitectónica y objetos de valor arqueológico. En el manifiesto de los años 70 ya se hacía por primera vez una referencia explícita a las esculturas policromadas, especificando para las actuaciones de limpieza sobre las mismas que “no deben llegar nunca al esmalte del color, respetando la pátina y los posibles barnices antiguos; (...) no deberán llegar a la superficie desnuda de la materia que conforma las propias obras de arte”. Llegados a este punto coincidirá el lector en que son muchas las ocasiones en que, todavía, rebasamos esta premisa. Más preciso es todavía el emblemático documento cuando abunda en que las medidas de restauración “deberán ser realizadas de forma que se evite cualquier duda sobre la época en la que han sido hechas y del modo más discreto”. No deja de ser doloroso que, tras una restauración, una imagen deje de ser fiel referente de una época histórica determinada. En lo concerniente a la vigencia o no de estas consideraciones, la Carta de Restauro de 1987 no vino sino a reafirmar estos principios, especificando con mayor precisión la altísima responsabilidad a que se enfrenta el agente restaurador. Los criterios con los que desempeña su labor el Instituto Andaluz del Patrimonio Histórico, por otra parte, no se alejan demasiado de estas saludables prácticas, como así presume en su completa labor divulgativa.


El punto de referencia: la restauración de María Santísima de la Esperanza (1969)

Probablemente estemos ante uno de los casos que mayor interés suscita entre los cofrades. La posición de la Virgen de la Esperanza como icono devocional de primer orden ha concitado, en sus sucesivas restauraciones, diametrales posturas que todavía dan lugar a especulaciones no del todo resueltas. Quizá por la tibieza con que la propia archicofradía ha tratado siempre el asunto, aquella importante actuación sobre la imagen, a la que debe su actual aspecto, sigue sin despejar algunas incógnitas.

Cuando Carlos Gómez Raggio, en 1969 hermano mayor de la archicofradía de la Esperanza, confió en el jovencísimo Luis Álvarez Duarte para la restauración de su titular mariana, estaba dando paso, por un lado, a una serie de intervenciones futuras sobre imágenes de distinto mérito artístico; por otro, a toda una tendencia estética que se asentó con la ejecución de una imagen titular para la hermandad de la Sagrada Cena, la Virgen de la Paz, introduciendo así una impronta estética que aseguró una tendencia y fijó los anhelos de muchas cofradías en un determinado gusto. Mucho tendría que ver en tales circunstancias el empeño personal de Dolores Carrera Hernández, esposa de Carlos Gómez Raggio y camarera de la imagen, quien desde aquel momento desempeñó un papel primordial amadrinando al joven imaginero en sus quehaceres artísticos. Hasta tal punto que el artista ha descrito en numerosas ocasiones cómo Lola Carrera actuó y fue para él “como una madre”. Poco hay que añadir acerca de la admiración profesa de este matrimonio de cofrades malagueños, que dio cobijo al artista improvisando un taller en su domicilio particular. Para Dolores Carrera, el mérito de Álvarez Duarte es extensivo a todas sus facetas, la creativa y la restauradora, en las que constituiría para esta ciudad la consideración de “Luis Álvarez Duarte como algo propio, y como el primero siempre en la magia y el arte del buril”.

Pero, ¿en qué estado se encontró Álvarez Duarte a la Esperanza? Y sobre todo, ¿cuáles de las alteraciones sobre la antigua imagen anónima ya se habían dado? Como apunta el profesor Sánchez López, Adrián Risueño Gallardo ejecutó una torpe actuación sobre la imagen tras los sucesos de 1936, debido a la segunda acometida destructora que padeció la misma. Entre 1937 y 1938, el tallista malagueño “suprimió el fruncido de las cejas, remodeló el labio superior haciendo inexpresiva la boca, acortó el mentón, afinó los pómulos y colocó nuevos párpados con vistas a procurar una mayor apertura de los ojos, que, hasta entonces, permanecían entornados (…) amputó los bucles rizados que perfilaban la cabellera por el lado derecho y encarnó completamente la mascarilla (…) recubrió de emplastes la zona de la nariz haciendo de ella un tabique recto y carente de forma”. Tras la contemplación de los numerosos testimonios gráficos existentes anteriores a 1931, podríamos describir a aquella imagen de la Esperanza como una dolorosa con unos rasgos expresivos algo más acentuados de los que luego tuvieron lugar: tanto el perfil de los arcos ciliares como el borde del labio superior mostraban, desde antiguo, un fruncido que denotaba una mayor gestualidad y resultaba más afín al contenido pero no hierático trasunto de las dolorosas locales.

Cuando Adrián Risueño actuó sobre la imagen, su actuación hubo de limitarse a la propia cabeza de la efigie, toda vez que el resto de la obra -devanadera, articulaciones, manos- había desaparecido. Al retocar el óvalo del rostro alejó a la imagen de su anterior sello, que la vinculaba a una posible autoría de Pedro de Mena, como aún se sostiene. Por tanto, el trabajo de Álvarez Duarte vino desde un principio constreñido a reparar el daño provocado por una ineficiente intervención. Los esfuerzos de Duarte por recuperar el viejo esplendor pasaron por eliminar aparejos y repintes, así como corregir algunas alteraciones de la talla con más gubia y policromía. Tanto que, de alguna forma, todo lo subyacente se perdió. Como el mismo Duarte reconoce, la policromía de la Virgen de la Esperanza es obra suya; al aclarar la labor que acometería cuarenta años después, al volver a restaurar la imagen, dice: “lo que yo voy a hacer es restaurar mi policromía, que es la única que tiene la imagen, hacer un nuevo candelero de abajo y colocarle lágrimas y pestañas nuevas”. Hasta qué punto existe todavía confusión al respecto que, durante el mismo cabildo extraordinario del 3 de septiembre de 2009, diversos miembros de la Junta de Gobierno se pronunciaron dando a entender que desconocían si la policromía de la Esperanza es antigua o toda de Álvarez Duarte, teniendo lugar un intenso debate en torno a ese punto.

Ya decisión propia de Álvarez Duarte -quizá animado por la ferviente Lola Carrera, quizá impulsado por el gusto reinante- sería anatomizar el cuello, punto en que de nuevo se distanció a la imagen de la producción de Pedro de Mena, quien realizaba un modelado más suave de esa zona. Con la realización de las nuevas manos quiso, por otra parte, mejorar sustancialmente las que en ese momento ostentaba -que no eran las originales ni poseían calidad o proporción alguna-. Eliminar el cabello tallado para adecuar la cabeza a una peluca natural y cambiar las lágrimas -evitando los antiguos largos regueros- no hizo sino aproximar la talla a una estética contemporánea que revisa una clarísima influencia de la imaginería sevillana. Con las nuevas pestañas y los ojos algo más abiertos, la imagen potenció la profundidad de la mirada en detrimento de un anterior intimismo. En cualquier caso, y muy al margen de discusiones sobre la belleza de la dolorosa, Duarte se sumó a las anteriores alteraciones hasta el punto de aportar matices artísticos propios, dando lugar a una situación de evidente irreversibilidad. Desde un punto de vista teórico y técnico, se hace inviable regresar a la imagen primigenia que conocemos por fotografías. Muy disonantes hacia esta consideración actual, en la que se responsabiliza a Duarte de una co-autoría de la imagen, serían las palabras de Agustín Clavijo, quien consideraba que “lo más significativo y trascendente para la imagen de la Virgen de la Esperanza fue la notable labor de restauración que realizó en 1969 el escultor sevillano Luis Álvarez Duarte, devolviéndole sus originales características estéticas y formalistas en orden a unos criterios de máximo respeto a tan venerada talla”.





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