Blas J. Muñoz. El año de la Virgen recordaba en ese nuevo día exacto de la Cuaresma de su vida. Recordó con exactitud aquella estampa, frente a frente las dos Imágenes, en un momento que no sabía si volvería a reproducirse y si él estaría allí para verlo, para formar parte de algo de lo que, al menos una vez, ya lo había sido.
Los muros de la Catedral, su arquitectura imposible de siglos conservados al culto que exigen los días, de había convertido en un nuevo Viernes Santo, tan especial y distinto como la Gloria de María que allí se representaba y se asentaba en su trono áureo, altar del tiempo. Y en el rostro de la Virgen niña volvió a cobrar sentido toda su existencia.
Regresaron a la memoria las noches incesade tantas Cuaresmas. El olor a cera dispuesta a ser ardida. El diario de los muros que derramar su humedad descendiendo la noche. Las piezas de su candelería, aguardando el lugar exacto de su dibujo. Las piñas que comenzaban a cobrar forma con la flor. La saya que se tornaba nueva para cada Viernes Santo. Y su mirada tan limpia como todo lo que nace de la tierra para elevarse al cielo.
Aquella mañana de Cuaresma era diferente a las de antes. En la solitaria capilla, aun con retazos de la penumbra de la noche, sus ojos se posaron los unos en los otros. Había miradas que lo valían todo. Supo que nada habría de regresar y, sin embargo, todo su futuro lo tenía por delante.