Francisco Román. Con la certeza cierta de la incertidumbre que anunciaban los pronósticos del tiempo ponía su cruz de guía bajo el arco de las palmas, la hermandad de la Entrada Triunfal, que en esta ocasión presentaba la gran novedad del acompañamiento de representaciones infantiles de varias cofradías cordobesas, entre otras, pudimos ver a jóvenes del Nazareno, Esperanza, Pasión o Cena. Todo discurría con la normalidad que puede suponerse en estos casos hasta que el paso de misterio se encontraba a la entrada de la plaza de las Tendillas, faltaban diez minutos para las doce del medio día y el cielo parecía que se había roto por la forma como empezó a llover. Este momento fue el comienzo del fin de la jornada. Los pasos de la popular hermandad quedaron a salvo en el Instituto Gógora, de donde volvieron a su templo a partir de las 14:00 horas, acompañados por el calor del numeroso público congregado.
No acababa de recogerse la Borriquita cuando la hermandad del Amor, después de pedir media hora para su salida, ponía su cruz de guía en la calle con la esperanza de poder resguardarse en la Catedral en caso de lluvia. No fue posible, cuando la cabeza del cortejo llegaba a la plaza de Santa Teresa, hubieron de dar media vuelta porque de nuevo el agua cobraba el protagonismo de la tarde. A partir de este momento, las suspensiones fueron cayendo en cascada: Rescatado, Esperanza y Penas anunciaban la suspensión de sus respectivas estaciones de penitencia, mientras que la Hermandad del Huerto tenía tiempo suficiente para tomar una decisión, la cual no fue otra que plantar su cruz de guía bajo el cancel fernandino a las ocho de la tarde. Toda la Córdoba cofrade se congregaba en las inmediaciones de la calle de la Feria con la esperanza de poder disfrutar de la elegancia de la hermandad hortelana. Lamentablemente, de nuevo la lluvia quiso dejar terca constancia de su presencia, de modo que los tres pasos tuvieron que soportar el intenso aguacero hasta resguardarse en las Tendillas, desde donde regresaron a su templo aprovechando una clara.
Lamentablemente, este año no hemos podido hablar de un Domingo de Ramos idílico que nos retorna a la eterna juventud, ni pudimos disfrutar de un día en el que el viento ni siquiera es capaz de mover la llama de los cirios de las candelerías, bajo un cielo liso de un azul despejado en el que la naturaleza se muestra en todo su esplendor, con esa sinfonía imposible de blancos inmaculados que luce nuestra Madre. Tampoco pudimos recrearnos en esa vida que renace, a pesar de que este año el azahar ha cumplido con puntualidad su anual cita con la ciudad. Sin embargo, para quienes somos cofrades, y a pesar de las inclemencias del tiempo, sí pudimos disfrutar de uno de los días más grandes del año, en una ciudad como Córdoba que da rienda suelta a la ilusión contenida durante la larga espera de la jornada que inicia la Semana Santa, porque el Domingo de Ramos provoca el efecto balsámico de sentirnos transportados a los candorosos años de la niñez, en los que una madre, la nuestra en muchos casos, planchaba henchida de amor y orgullo la túnica de hebreo que al cabo de unas horas luciría el fruto de sus entrañas. Por eso, la mañana, a pesar de la incertidumbre climatológica, se presentaba luminosa para recibir al rey de los pobres. Por eso, cuando los goznes del cancel de la puerta de las palmas de la Santa Iglesia Catedral exhalaban su gruñido lastimero, daban paso a las primeras filas de tiernos penitentes, a pesar del tópico, el patio de los naranjos, transmutado en una puerta del tiempo, permitía que Cristo entrase en la Córdoba inmemorial, transformada en una nueva Jerusalén terrenal. Ese momento hizo que nuestros corazones se llenasen de una alegría desbordada, a la vez que más de una lágrima furtiva recorría los surcos de la, ya marcada, tez de muchos de los que allí nos encontrábamos. Fue el momento del reencuentro con el futuro labrado a golpes de recuerdo, donde, en el caso de quien esto escribe, vuelvo a verme cogido a la mano de mi padre, acompañado de Juanito el escultor, Martínez Cerrillo, en el patio salesiano de mi infancia, en fin, es el momento de reencontrarme con mis raíces contemplando a Cristo que entra Triunfal como lo hiciera en Jerusalén, y Córdoba se hace niña para recibirle entre vítores y hosannas y, como Zaqueo, se sube hecha pequeña y blanca flor, a los naranjos del patio catedralicio para escuchar de labios del que minimiza su inmensa Majestad a lomos de una borriquita, que viene a nosotros para alojarse en nuestros templos, para recorrer nuestras calles y asegurarnos que con Él llega la salud de los cuerpos y de las almas...
Foto Jesús Caparrós