Nada parece haber cambiado desde que, meses atrás, mencionase la indiferencia con la que, a veces, parece castigarse – llegando incluso al olvido – a algunas de las construcciones que, indudablemente, desempeñaron un papel importante a lo largo de la historia y forman parte de nuestro patrimonio artístico y cultural, aunque por capricho del destino, sufrieran cualquier tipo de adversidades que poco a poco, fueron condenando a estas obras arquitectónicas a la ruina y el abandono más absolutos.
Esa misma sensación parecía transmitir San Agustín durante largos años, desde que la iglesia quedara cerrada a finales de los años setenta, debido al extremo deterioro en que se encontraba y que necesitaba de una restauración tan costosa como necesaria. En esta situación pudo verse al hermoso templo, presidiendo la plaza a la que da nombre, durante más de dos décadas, como el vestigio de una vida anterior que parecía ser testigo mudo del día a día de sus gentes. Un día a día que por otra parte parecía venido a menos al desarrollarse en torno a la deteriorada y descuidada iglesia.
En una situación similar quedaba la Iglesia de la Magdalena, que parecía haberse enfrentado durante décadas interminables a una larga agonía de desaparición hasta quedar desdibujada entre las casas y los árboles de su plaza. Aunque en el caso de esta iglesia – que hasta finales del siglo XIX había sido parroquia – hubo que lamentar desapariciones tan curiosas como el retablo del altar mayor, de Alonso Gómez de Sandoval o el robo del grupo escultórico de los Santos Varones en 1972 aunque posteriormente pudieran recuperarse en Sevilla para pasar finalmente a San Pedro. No habiendo bastante, en septiembre de 1990, la Magdalena se convirtió en objeto de un incendio con el que se remataba el ya de por sí estado ruinoso de la iglesia y desde el que pasaron otros nueve años hasta que pudo reabrirse a expensas del Obispado, la Consejería de Cultura, el Cabildo y Cajasur aunque, eso sí, perdiendo en gran medida su esencia con un uso muy alejado del que tuviera en el pasado.
Como ya comentaba en anteriores publicaciones, la iglesia del Convento de Nuestra Señora de los Remedios y San Rafael, más conocida como la Iglesia de Campo Madre de Dios, no ofrecía un aspecto mejor que el que presentaran la Magdalena o San Agustín en sus peores momentos y, para el que su presencia no pase desapercibida – que probablemente no sean muchos a pesar de sus considerables dimensiones – no cabía albergar grandes esperanzas respecto a la urgente restauración del que en su día fuera un templo hasta que hace aproximadamente algo más un año las circunstancias simulasen dar un giro con el ajetreo de un trabajo que en un principio conducía a pensar en una rehabilitación inminente. Nada más lejos de la realidad, pues la intervención se redujo a la disposición de un sistema de andamiajes que, en teoría, servirían para asentar las bases de una recuperación que, asimismo y a juzgar por el tiempo transcurrido desde entonces y el estado en el que la Iglesia de Campo Madre de Dios se vuelve a encontrar – comida por la maleza y mostrando el mismo aspecto lúgubre y desolador – sigue sin invitar al optimismo.
Esther Mª Ojeda