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domingo, 13 de septiembre de 2015

La Feria de los Discretos: Reconocimiento a un capataz


Atrás quedó el primer obstáculo. Fue salvado con maestría. Tras la pina rampa, el magno trono dorado permanece posado en el suelo. La noche se ha hecho presente. La temperatura, propia de una Semana Santa en marzo, es fría. La Madre de Dios posa sus ojos en el cuerpo inerte del Divino Redentor. Delante del paso una voz grave dice: "avisa que nos vamos". Tiene la apariencia de un lord inglés. El traje negro de lana, con pañuelo blanco en el bolsillo, es el uniforme de gala para un mariscal que manda y ordena, con voces justas, a la tropa que obedece bajo las trabajaderas. Aquel hombre, de apariencia sencilla, da la orden tras dar los toques de ordenanza en el aldabón. "Toos por iguá, a esta es". Como si de un soplo divino se tratara el paso cobra la vida. "Vámonos de frente muy poco a poco". El paso avanza. Más de la mitad pisa la calle, la cruz sita en la trasera del paso no puede sortear el marco pétreo de la puerta. "Pararse ahí, vámonos los dos costeros a tierra por iguá". El paso baja, justo lo preciso para que el remate dorado de la cruz no toque la fría piedra berroqueña. Sorteado el nuevo obstáculo, los vibrantes sones de las cornetas interpretan los toques lastimeros de una vieja y clásica marcha de Escámez. El paso camina solemne camino del palquillo de entrada a la carrera oficial. Ante él un hombre con apariencia de lord inglés, con terno negro de lana virgen, con empaque, solemne y con ordenes concisas, sin concesiones a la galería, es el capitán de un navío que se encarga de surcar las calles de Córdoba hechas mar una noche primaveral en su Semana Santa.

Siguieron muchos años, muchas primaveras, muchas Semanas Santas. Su figura, robusta pero con la elegancia de lo preciso, asi como con un su empaque elegante y natural, se hizo habitual ante muchos pasos. Su voz retumbaba cada Domingo de Ramos Espartería arriba, al igual que abría paso a un palio primoroso sorteando la angosta puerta trasera de San Nicolás. También su voz sonó con su gravedad habitual compitiendo con el Guadalquivir sobre el puente romano una tarde de Lunes Santo. Su figura, con nostalgias de ruan, también gobernó el azul palio mercedario durante unas madrugadas comprometidas y su estilo, grave y solemne, se hacía presente cada Viernes Santo ante la urna de palosanto en la Compañía que daba cobijo a Nuestro Señor inerte. 

Pero la vida sigue. Las cofradías, y todo lo que las rodea, se han convertido en refugio de discretos, que más que a servir, vienen a servirse para tapar sus carencias. El mundo del costal, salvo un par de honrosas excepciones, se ha convertido en el obscuro deseo de muchos que son capaces de apuñalar por la espalda para hacerse con un martillo, aún a sabiendas que no reúnen condiciones para ello. Capatacitos, que antes fueron, si llegaron a serlo, costaleritos sin capacidad de sufrimiento y sin la más mínima educación de los valores en la jerarquía de un mundo muy particular en nuestras cofradías. Gentes que su único objetivo es ser vistos cada primavera y caminar henchidos de unos valores huecos. Son gentes que están dando al traste con gente capaz que se está viendo obligada a decir adiós, con el beneplácito de otros que rigen los designios de nuestras cofradías que se agarran al poder contentando a unos pocos cuya única meta es ser capataces de costaleros.

Solo espero que capataces con categoría, con empaque, con sabiduría y con su oficio bien aprendido, sigan al frente de nuestros pasos, como tantos años lo estuvo quien ahora se ha visto obligado a decir adiós. ¡Gracias don Javier Romero Castaño!



Quintín García Roelas







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