Siete siglos. Como quien no quiere la cosa. Como si aquí contáramos el tiempo por centurias que nos llevan hasta la Roma macarena. Siete siglos han pasado desde el año 1314. Entonces ya se tenían noticias de la existencia del Santo Crucifijo de San Agustín. Llama la atención esa advocación. No es un Cristo. Es un Santo Crucifijo. La Cruz con la mayúscula de un origen que se pierde en la niebla medieval. Una imagen de perfiles góticos, con el pelo natural que caía como una nebulosa de sombra sobre el rostro inerte del Crucificado. El faldellín de tela le confería un sabor castellano, goticista. Luego vendría el Renacimiento, y después el Manierismo, y más tarde llegaría ese Barroco primerizo que linda con el arte clásico. Pero antes fue el Gótico del Santo Crucifijo que sufrió todos los males de la ciudad.
En 1649, cuando Sevilla se desentrañó literalmente por la peste que convirtió la explanada delantera del Hospital de las Cinco Llagas en un carnero, el Santo Crucifijo salió a la calle para que se detuviera esa carcoma que estaba destruyendo la ciudad por dentro. Estamos hablando del peor año de la historia de Sevilla. Nunca murió tanta gente en tan breve espacio, en tan estrecho tiempo. Aquel año, el dios de la madera cayó en los brazos inmisericordes de la muerte. La peste se llevó por delante a Juan Martínez, alias Montañés. Un imaginero que se encomendaría al Crucifijo que recorrió las calles de la ciudad en una rogativa que imploraba el final de la tragedia colectiva.
Desde entonces ha llovido. O no. Pues en un caso y en el otro, el Santo Crucifijo de San Agustín ha estado ahí. Saliendo para que llueva o para que deje de llover. Para saciar la sed de la sequía o para aliviar las aguas que bajaban, bravas como un toro sin cauce, por el Guadalquivir. Epidemias, sequías, riadas... Todos los males de la ciudad provocaban rogativas, oraciones, salidas extraordinarias de esta imagen cuyas primeras referencias se remontan siete siglos atrás. Cuando no existía la Semana Santa. Cuando Sevilla aún estaba llena de mezquitas que servían como iglesias tras la reconversión fernandina. Cuando aún no se había escuchado hablar de las Indias. Cuando la memoria de Ixbiliya estaba fresca en los nuevos moradores que se habían repartido aquel laberinto islámico del que se enamoró perdidamente el Rey Santo.
En el XIX le tocó al Crucifijo la desamortización. Se quedó sin ese convento de agustinos del que se conserva ese patio abandonado que le quita el sueño a un sevillano tan hondo y tan sabio como Álvaro Pastor Torres. El Cristo se mudó a San Roque, donde terminaría integrándose en la hermandad que se conoce por el nombre de la parroquia. Dejó de salir esta talla anónima en 1926. Diez años más tarde la quemaron. En 1944, Sánchez Cid talló al Cristo que hoy conocemos. El que concitaba una devoción popular que ha terminado, como tantas otras cosas de esta ciudad, donde habita el olvido.
Voto
Cada 2 de julio se celebra la función votiva que este año ha pasado de largo. El Ayuntamiento no le ha dado las gracias al Santo Crucifijo porque la hermandad de San Roque está en el exilio: todos los males que sufren los sevillanos, los sufre el Cristo. Ese voto de acción de gracias tiene su origen en aquel año que partió en dos el siglo del Barroco. Aquel año de 1649 marcó la historia de Sevilla, y es una pena que estas funciones votivas que nos reconcilian con la historia dejen de celebrarse por cuestiones de mudanzas. Pero así es la vida. Y la historia de esta ciudad.