Con frecuencia pensamos que la felicidad depende de lo que tenemos, de nuestras posesiones, del éxito en la vida, de la fama... Quizás por eso amamos las cosas y usamos a las personas, cuando en realidad deberíamos usar las cosas y amar a las personas. El historiador y filósofo francés Voltaire escribió: “Buscamos la felicidad, pero sin saber dónde, como los borrachos buscan su casa, sabiendo que tienen una”.
Todos deseamos vivir y ser felices. No hay nadie en el género humano que no esté acorde con este pensamiento. Ahora bien, desde mi punto de vista, no puede llamarse feliz el que no tiene lo que ama, sea lo que fuere; ni el que tiene lo que ama, si es pernicioso; ni el que no ama lo que tiene, aun cuando sea lo mejor. Porque el que desea lo que no puede conseguir, vive en un tormento. El que consigue lo que no es deseable, se engaña. Y el que no desea lo que debe desearse está enfermo. Cualquiera de estos tres supuestos hace que nos sintamos desgraciados, y la desgracia y la felicidad no pueden coexistir en un mismo ser humano. Por lo tanto, ninguno de estos seres es feliz. Nos queda otra cuarta solución, y es, a mi parecer, que la existencia es feliz cuando se posee y se ama lo que es mejor para el hombre.
Algunos, confundidos y obsesionados, no razonan ni se detienen a analizar la forma de conseguirla. Para ellos basta la conocida frase de Maquiavelo: "El fin justifica los medios". En su egocentrismo, no miran a quien afectan o perjudican, con tal de llenar el vacío que sienten en su interior. Pasan de una satisfacción a otra sin lograr entender que ese bienestar momentáneo es fugaz y pasajero, vano y sin resultados positivos que puedan permanecer para siempre en el tiempo.
Muchas veces nos enfocamos hacia lo externo y le damos un inmenso poder a esos factores de afuera que supuestamente nos harán felices y nos darán como por “arte de magia” esa paz emocional que tanto ansiamos. Pero la realidad es que la vida es el reflejo de lo que pensamos, es decir, de lo que hay en nuestro interior. Cada momento de nuestra vida y todo lo que sentimos no es más que una manifestación emocional acerca de nosotros mismos y esa es la forma como nos presentamos al mundo.
El evangelio de Mateo recoge la enseñanza dada por Jesús, conocido como “El Sermón de la Montaña”. En este pasaje, nuestro Señor menciona nueve veces la palabra bienaventurados, término tradicional que equivale a "felices" o "dichosos". Este fragmento muestra que el concepto de felicidad para un creyente es distinto al que maneja el mundo. Un creyente piensa y actúa como discípulo de Cristo. La fuente de nuestra alegría está en quien nos ha elegido para la redención. Como discípulos somos motivados a imitar al Señor. La fe en Jesús nos garantiza la alegría eterna en los cielos. Tener esa felicidad también es posible aquí en la tierra, cuando vivimos como copias de Jesús, cosa que no sucede siempre.
Si alguno con fe y con seriedad examinara el discurso que Nuestro Señor Jesucristo pronunció en la montaña, como lo leemos en el Evangelio de San Mateo, considero que encontraría la forma definitiva de vida cristiana, en lo que se refiere a una recta moralidad. Al leerlo nos damos cuenta de que las palabras de Jesús son auténticamente agua viva o palabras de vida que dan ánimo y esperanza a todo aquel que las medita y lleva en todo momento en su corazón.
Dios nos hizo de tal perfil que nuestra estructura mental, nuestra forma de entender, de pensar, de aprobar nuestros actos, nuestra propia conciencia está hecha de tal manera que el ser humano expresa en esa forma de ser que, para ser verdaderamente feliz, tiene que aprender a amar y tiene que educarse en servir y despojarse de su egoísmo.
Jesús vino para darse, para amar, para servir, para poner su vida a favor de los demás, y esa es la invitación que Él nos hace, a entender que este periodo de vida que Dios nos ha dado en este mundo es el momento para darnos, para entregarnos, para ayudar. Jesucristo nos propone una forma de vida en donde renunciemos a todo aquello que sabemos es innoble, en donde despreciemos las mentiras, las disputas y la ira, la estafa y la deshonestidad…
Aunque a veces nos parezca imposible, de verdad, podemos realizar nuestros sueños. Cualquier deseo, pronunciado con una motivación clara y potente, tarde o temprano, y por muchos obstáculos que pueda encontrar en su camino, acaba realizándose. Por eso me parece que, en primer lugar, hay que tener mucha prudencia con lo que deseamos, siempre preguntándonos si realmente nos va a aportar felicidad lo que estamos anhelando. En segundo lugar, es obvio que gran parte de la energía que perdemos en quejas y pensamientos negativos se podría invertir en deseos positivos. Eso suele resultar más difícil de lo que parece, porque por efecto tendemos más a las costumbres que provocan malestar y nuestro intelecto se aferra a ellas si no lo ejercitamos a cambiar. Por tanto, si queremos ser felices de verdad, lo más importante es educar nuestra mente.
Una persona que ha decidido ser feliz es capaz de soportar la frustración, de resolver los problemas que la vida le presenta y de admitir que no puede controlar el devenir de las circunstancias ni el paso del tiempo. Sabe sobreponerse a los males del pasado, contempla el porvenir con serenidad y disfruta del presente con la mesura que proporciona la experiencia. Sabe, además, que habrá momentos malos y momentos buenos, y sabe que ambos son imprescindibles para avanzar y experimentar, para aprender todo lo que nuestro paso por la tierra tiene que enseñarnos.
Mª del Carmen Hinojo Rojas
Recordatorio El Candil: La codicia del poder