A veces la vida se empeña en
reconducir nuestros pensamientos hacia cosas trascendentales enseñándonos lo
que de verdad importa. En el preciso instante en el que me senté frente a la
pantalla en blanco, con el firme propósito de dar mi opinión sobre ese camino
emprendido por los que rigen los destinos de la hermandad a la que pertenezco,
ese camino de recuperación del patrimonio perdido que se me antoja de un
acierto inusitado, una noticia retumbó con fuerza en las entrañas de los que tenemos
memoria capuchina, mucho más allá de palios de plata y caballos espectaculares,
de los que nacimos prácticamente junto al Bailío y nos criamos entre aquellas
paredes adornadas con mantos y varales que configuran nuestra infancia.
Hay quien dice que cuando uno se
marcha con cierta edad, ya ha vivido suficiente y que los suyos han tenido
tiempo de disfrutarlo. Sin embargo, cuando se es consciente de la miserable
condición humana que nos rodea en nuestro entorno más cercano y en el menos,
cualquier persona con un mínimo de capacidad crítica, se pregunta por qué el
mundo debe desprenderse de las personas buenas y seguir sufriendo el daño
provocado por los que parecen satisfacerse por el mal ajeno.
Porque muchas veces da la sensación
de que siempre se marchan los mejores, los que han dejado huella a su paso
sembrando luz y no oscuridad. O quizá es que, cuando se marchan, los otros pocos
dedican tiempo a pensar en ellos. Manolo era una de esas personas, una de esas
que siempre tenía un gesto afable y una palabra de cariño. Decía uno de sus
hijos la noche del domingo que “a veces podía ser un poco cascarrabias pero que
era bueno, que la gente lo sabía y lo quería por ello”, porque... quién dijo que
tener carácter está reñido con ser buena persona y derramar cariño a cada paso.
Él era una persona que hablaba
con franqueza, que iba de frente, que antepuso sus convicciones personales al
amor a una poltrona y que jamás se plegó mendigando un pedacito de poder a
cambio de mucho incienso y decir lo que algunos querían escuchar, algo que es
muchísimo más de lo que otros pueden decir.
Ahora, repasando mentalmente mi infancia,
descubro tantos recuerdos imposibles de repetir, tantos huecos que jamás se
volverán a llenar, que en muchas ocasiones acabo descubriéndome a mí mismo
pensando que tal vez mi casa hace tiempo que dejó de ser mi casa y ni he
querido ni he sabido verlo.
En cualquier caso, las cosas son
como son y no como nos gustaría que fueran. Las personas se marchan, pero su
espíritu está vivo entre los que los quisimos. Su recuerdo, su memoria, sus
hechos, permanecerán para siempre habitando nuestros corazones. Cuando alguien
realmente bueno se va, se aprecia en la expresión de su familia más inmediata.
La cara de tus hijos, Manolo, refleja la satisfacción y el orgullo por constatar la riada de
amor sincero que fue a despedirse de tí, símbolo y consecuencia inevitable del
que tú derramaste a cada paso de tu camino diario, ese que te tocó transitar y
que enseñaste a recorrer a los tuyos. Y cuando la tristeza inevitable de no
tenerte cerca nos abandone, quedará tu legado y ese será tu mejor herencia, la
que se desarrollará en los que bebieron de tí.
Ahora estás donde debes estar,
con la que te espera desde hace años y junto a quienes fueron el centro de tu
existencia y de cuyo mensaje hiciste una forma de vida, sembrando paz y
humildad cada instante que regalaste a este mundo y enseñando a los que
respiraron a tu lado que son la fe y la verdad las que otorgan la redención y
acercan a la humanidad al brillo infinito de la estrella de la resurrección eterna
de la que tú ahora estás más cerca. Gracias Manolo, por haber sido Tú.
Guillermo Rodríguez