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lunes, 23 de septiembre de 2013

La Catedral es una catedral (I)

El edificio religioso emerge en el universo arquitectónico con una doble dimensión: por su hermosura incuestionable y por su singularidad.

La Catedral de Córdoba sobresale en el universo de la arquitectura no solo como uno de los monumentos más hermosos levantados por la Humanidad, sino como uno de los más singulares, «distintos». Tiene su origen, como es sabido, en una iglesia dedicada al mártir cristiano Vicente levantada en época romana imperial o tardo romana, por lo que cuenta con más de 18 siglos de vida. Un edificio siempre, ininterrumpidamente, dedicado a rezar a Dios.

Como bien sabe cualquiera interesado en la conservación patrimonial, para el mejor cuidado de un edificio histórico, es un principio básico la conservación de su uso, cualquier cambio de función arrastra una desnaturalización extraordinariamente perjudicial para todos sus valores, tanto los estéticos, su belleza, como los documentales, la narración de su historia. Es por ello fundamental establecer cuál es la naturaleza profunda de este monumento.

Si larga es la historia de la Catedral y todos los períodos son importantes y deben ser reconocidos y protegidos, es también cierto que su belleza procede, sobre todo, de cinco momentos magistrales perfectamente identificados que son las que hacen único a este monumento. Esos cinco momentos geniales, a nuestro juicio son: la primera mezquita de Abderramán I, la segunda ampliación de Alaquén II, la conversión en catedral del siglo XIII, la construcción del crucero por los Hernán Ruiz y el Patio de los Naranjos.

Magistral fue la obra que levantaron los arquitectos de Abderramán I en el año 785, utilizando los restos de la primitiva basílica, una obra que seguramente fue también genial y que sin duda contenía la simiente de la fábrica de la primera mezquita. Hasta ese momento y desde la conquista de la ciudad en el 711, los musulmanes se habían limitado a expulsar a los cristianos de la basílica utilizándola como era y con tan solo retirar los símbolos cristianos mutilando las cruces. En aquella basílica que Abderramán modificó estaba ya probablemente el «código genético» que ha permanecido e informado en todo, lo que luego en casi 20 siglos se ha seguido construyendo.


Una genial innovación

Los arquitectos del primer Omeya —sin duda de filiación romano-bizantina como demostraron en el siglo XIX autores como los Amador de los Ríos y recientemente Nieto Cumplido— utilizaron los sistemas arquitectónicos romanos y aportaron, como una genial innovación de los mismos, ese sensacional invento del arco libre de cargas en sus enjutas, una corrección del arco de herradura que venía del oriente cristiano y que tan caro fue para los arquitectos que trabajaron en la Hispania de los visigodos que lo adoptaron en sus construcciones. Ese arco libre, con dovelas de color alterno rojas y ocres, elevado sobre piedras labradas al modo greco-romano reaprovechadas de edificios anteriores arruinados, no se había visto nunca y fue luego un modelo repetido insistentemente por cristianos, musulmanes y judíos en la península ibérica, de donde ha pasado a otros continentes.

Un segundo momento magistral corresponde a la extensión promovida en el año 965 por el califa Alaquén II. Ya había sido ampliada la mezquita por Abderramán II, pero este se limitó a extender el edificio hacia el sur, copiando bien lo que había pero sin aportar nada nuevo. El califa Alaquén, emocionado por la obra de su admirado antepasado, prolongó las naves de arcos dobles con sutiles variaciones y levantó las tres cúpulas que anteceden a su mihrab y su frente, decorados con coloridos y brillantes mosaicos y una cuarta cúpula, que hoy llamamos de Villaviciosa, en la base de su ampliación. Alaquén llamó para embellecer su obra genial al emperador de Bizancio Nicéforo Focas, quién le envió los alarifes cristianos que dominaban el arte del mosaico, por entonces perdido en Córdoba, y la propuesta de cúpulas elevadas sobre arcos cruzados de la que no hay precedentes en el mundo y que a su vez vinieron a convertirse en modelo para las edificaciones que realizaron los fieles de las tres religiones en la península Ibérica y en el Magreb. Algunos estudiosos han llegado a proponer estas estructuras como modelo remoto de las bóvedas góticas muy posteriores. Cuando Almanzor ejecutó la última ampliación de la mezquita, ahora hacia el este, ampliación que solo tuvo el mérito de su gran tamaño, el edificio quedó cruzado por los restos murarios de las dos quiblas previamente perforadas, la de los dos Abderramán, que iban de norte a sur y por los restos del muro oriental de cerramiento.

El tercer momento magistral corresponde ya a época cristiana, siguiendo a la reconquista de 1236 y consistió, más que en hacer, en no deshacer. Se alza el sabio rey Alfonso X —quién escribió al Cabildo catedralicio exigiendo la conservación total de la antigua mezquita— con la representación de una postura que era por todos compartida: la belleza del templo era unánimemente celebrada por clérigos y fieles quienes no veían obstáculo en considerar catedral un edificio que era en lo arquitectónico similar a las iglesias de la época, solo diferente en su gran extensión. Bastó cambiar la dirección de las plegarias hacia el nacimiento del sol y adornar el templo con los símbolos cristianos para convertir el monumento en su integridad en la nueva catedral de Córdoba. Hasta 1489, cuando los Reyes Católicos impulsaron la construcción de la nave gótica, es decir durante 253 años, el Cabildo dedicó sus esfuerzos primero a restaurar artesonados y arcos, que se habían venido abajo o deteriorado durante los últimos años del poder musulmán, y luego a hacer modificaciones puntuales añadiendo capillas y decorando partes sin que el espacio cambiara en lo sustancial. Es significativo de esta actitud de respeto la reconstrucción de la parte occidental de la primitiva mezquita que se había hundido y donde se reconstruyeron los arcos dobles idénticamente a cómo eran con la sola aportación de pilastras de entibo y algunas figuras de traza gótica en sustitución de los modillones de royos.

Solo pueden considerarse espacialmente significativas una tímida apertura de lucernarios para introducir una luz que era imprescindible para la liturgia cristiana y no eran necesarias en la islámica, y sobre todo —con el fin de sacralizar el templo— la construcción de capillas en todo el perímetro lo que daba a este una potencia formal nueva. Muy significativa de este período, que solo por su pequeño tamaño no la incluimos en la lista de las obras magistrales, es la Capilla Real, adosada a oriente de Villaviciosa, para albergar las tumbas de los reyes cristianos. Esta construcción mudéjar es fruto del encuentro del arte islámico heredado con el nuevo entendimiento del espacio vertical aportado por el modo gótico: una cúpula de arcos cruzados como los de las cúpulas de Alaquén muy levantados sobre arcos apuntados de ladrillo y yeso moldeado y no labrado. La nave gótica de 1489 —ligada al impulso político y religioso de Isabel y Fernando por desmantelar el reino Nazarí— con sus techos ojivales de madera, a la inglesa, no desvirtuaron grandemente la condición espacial de la catedral que seguía conservando sus artesonados de madera, en gran medida restaurados como decíamos.

La cuarta intervención magistral, aunque supuso la destrucción de parte de la mezquita heredada, es la construcción del crucero que levantaron Hernán Ruiz «el viejo» y su hijo. A ella, por su complejidad y condición polémica nos referiremos más adelante.

La quinta intervención magistral fue la del Patio de los Naranjos. La larga historia de la construcción de «un hermoso plantel de naranjos que arrebata la vista a cuantos entran en aquel sagrado templo», como lo describe a finales del XVI Fray Gregorio de Alfaro, ha sido minuciosamente descrita por don Manuel Nieto en su libro «La Catedral de Córdoba» de donde tomamos los datos que siguen (y otros muchos de estas líneas). Sabemos que en época de Abderramán II los integristas musulmanes propusieron la supresión de los árboles que adornaban el patio por considerarlos conceptualmente ajenos al patio, «shan», de una mezquita, a lo que el sabio emir se opuso.

Puede pues decirse aquí también que el no hacer fue en esta ocasión una decisión creativa, un acto de respeto hacia una herencia que posiblemente venía de la época en que este patio era parte de un conjunto basilical, el de San Vicente, donde los árboles tuvieran una condición simbólica. Así lo dice Nieto: «La palmera es el elemento más antiguo que conocemos de este patio. Figura en el sello capitular de 1262 de manera simbólica». Y sigue citando nuestro autor una escritura de 1517 según la cual el cabildo arrienda «todos los naranjos del corral de dicha iglesia … Con condición que el dicho señor obrero que agora es o por tiempo fuere tome las naranjas de un naranjo y el azahar de dos naranjos quales él señalare. Así mismo que no desarranque ninguno y si lo quitare que ponga otro en su lugar». De estas fechas es también, obra de Hernán Ruiz «El viejo», la reconstrucción de las galerías que estaban en parte derruidas lo que hizo disponiendo labras tardogóticas en su aportación pero manteniendo los elementos, capiteles y fustes y basas antiguos, insistiendo en esta actitud siempre presente desde Abderramán II hasta hoy, de conservar lo heredado. Es sin embargo al obispo Francisco de Reinoso (1597-1601) a quien debemos la forma definitiva que en la actualidad contemplamos, pues suya fue la reordenación de los naranjos, cipreses y palmeras, la pavimentación de chinos y la traída de aguas desde la sierra para regar el conjunto. Una intervención puramente barroca que supo cuidar y mejorar lo que había dándonos la maravilla.

Añadidos barrocos

A partir de ese momento y hasta 1815 (los datos que siguen también están tomados del libro de Nieto Cumplido), muchas de las más hermosas partes de la antigua mezquita fueron recubiertas por añadidos barrocos que las ocultaban, hasta que en ese año el obispo Pedro Antonio de Trevilla ordenó la recuperación y restauración del mihrab y las tres cúpulas de la macksura que habían sido ocultadas por obras de yeso que configuraban la capilla de san Pedro que fue, en la ocasión, desmontada. Fue aquella una intervención de pura «restauración», muy adelantada y meritoria conceptualmente, ejecutada de un modo que hoy consideramos canónico. A partir de ese momento los sucesivos cabildos se esforzaron en recuperar por su cuenta y gasto lo que pudieron de la fábrica de la mezquita. En 1862 el canónigo Vicente Cándido López restituyó la alternancia de dovelas ocres y rojas quitando los encalados continuos, y en 1875, para poner otro ejemplo significativo, el obispo Zeferino González desmontó la bóveda barroca que ocultaba la gran cúpula que Alaquén II construyera a los pies de su ampliación para recuperarla. El 21 de noviembre de 1882 a petición de la Comisión Provincial de Monumentos, se declaró «monumento nacional histórico y artístico la Santa Iglesia Catedral de Córdoba». Con esta declaración el Estado comienza a involucrarse en la conservación de la catedral.

Desde 1979, el Cabildo de la Catedral se ha gastado cuantiosos caudales en la conservación del templo principal de la ciudad, en estrecha colaboración con la Junta de Andalucía y el Estado —que también se han gastado lo suyo— como es obligación de todas las administraciones. No creemos que se pueda encontrar en otra comunidad autónoma ni en otro Estado un ejemplo tan certero de eficacia y entendimiento.


Gabriel Rebollo, Gabriel Ruiz Cabrero y Sebastián Herrero
Arquitectos Conservadores de la Catedral, Antigua Mezquita


















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