Ciento treinta. En el instante en el que redacto estas líneas ese es el número oficial de fallecidos en los atentados de París que tuvieron lugar la triste noche del pasado 13 de noviembre. Dios quiera que la cifra no aumente ni un dígito más, aunque el número de heridos de gravedad fue también notable. La pregunta que a la mayoría nos ronda la cabeza, en cambio, es solamente una: ¿Por qué?
La opinión publicada ha venido a señalar a la religión (o a las religiones, si a ustedes les place) como fuente del problema del terrorismo islamista que nuevamente ha azotado en Occidente cobrándose un importantísimo número de vidas humanas. Más allá del Welfare State que al amparo del capitalismo se ha venido a construir en el antiguamente conocido como primer mundo, en Oriente Próximo o en el norte y en el centro de África estas tragedias se producen casi a diario, con igual o mayor crueldad, con igual o mayor pérdida de vidas. No obstante, no pequemos de ingenuos: tanto ustedes como yo sabemos que la vida de uno de los nuestros vale más que cualquiera de estas pobres almas que han tenido la mala suerte de nacer en el sitio equivocado en el peor de los momentos. Además está el hecho de la distancia. Todo aquello que está más al este de Grecia se configura como una realidad demasiado lejana, demasiado remota como para tener que tenerla en cuenta. Sobre todo cuando las noticias que de estas tierras nos llegan son siempre tan desalentadoras, tan tristes, tan sórdidas. Quizá por eso barbaridades como la que tuvieron lugar en París hace poco más de una semana o en España hace once años escuecen aún más en la conciencia colectiva: nos obliga a pensar en algo que nos queda muy lejos y nos hace sentir vulnerables, indefensos, asustados. Nos despierta del sueño profundo de nuestra utopía diaria para vivir en primera persona la pesadilla que es la dramática realidad de muchos en este mundo.
Ya una vez despiertos, siendo conscientes de que tenemos la espada de Damocles sobre nuestras cabezas, no se dejen confundir, al menos, atendiendo a las barbaridades que muchos iluminados vierten por ahí (se ha oído llamar “fachas” en estos días de atrás a los ciudadanos franceses por cantar su himno como símbolo de unión a algún que otro animal que campa por las praderas y valles de España). El problema del terrorismo no emana de una confrontación entre distintas confesiones religiosas. Estas, a lo largo de la historia, no han sido ni más ni menos que la máscara con la que se han venido a camuflar luchas de poder. Y no es otra cosa que el dinero y el afán de poder lo que mueve todo esto. Olvídense de otras causas, de otras explicaciones. No hay conflicto bélico que no tenga una motivación económica y este no es una excepción. ¿Dónde radica pues el problema? En los hombres, claro, no en Dios –da igual la forma en que lo conciban-. La falta total de escrúpulos de los cabecillas que encabezan estos movimientos terroristas deforman de manera vil el mensaje de la religión para crear legiones de fanáticos a los que prometen un paraíso en recompensa a su sacrificio humano con el que se llevan por delante vidas de infieles. Pero a ellos, a los cabecillas e impulsores de estos movimientos, curiosamente, nunca les da por atarse un cinturón de explosivos a la cintura ni se cuelgan a la espalda ninguna mochila con una bomba. Para eso están los que están: los incautos y desgraciados a los que convierten en fanáticos dispuestos a darlo todo por nada. Todo un drama. Y en esto tampoco podemos olvidar que alguna responsabilidad tendrán las grandes potencias mundiales, ¿no creen? Quizá mucho más de lo que algunos jamás puedan llegar a imaginar.
No es en nombre de Dios. No es en nombre de Alá. Insisto: es el poder, es el dinero. Somos los hombres y nuestro insaciable afán de codicia. A Dios solamente le podemos pedir que acoja en su seno a todos los que pierden la vida en esta barbarie sin sentido y que dé fuerzas a sus familias para sobrellevar tan dolorosas pérdidas porque seguro que lo van a necesitar. Descansen en paz.
Marcos Fernán Caballero
Recordatorio Candelabro de Cola: Rosa, Paco, ¡Gracias de corazón!