Blas J. Muñoz. Son las siete de la mañana de un día cualquiera de Cuaresma o de una noche cálida de verano. Los acordes de una marcha resuenan escondidos entre unos auriculares que no dejan salir al exterior la melodía, tan privada como el recuerdo. En la parte posterior de la memoria un palio se dibuja tras las retinas. La marcha avanza como la caída certera de la bambalina que cobija a la Madre de Dios.
Otros miles le cantaron antes y vendrán después, pero ahora los acordes más clásicos y vanguardistas se recrean sobre el pentagrama -interpretado y grabado- para reproducirlo en ocasiones infinitas cuando los días buscan el remanso de un instante de luz, donde todo se detiene y la creatividad de un auténtico maestro fluye con la naturalidad del trabajo bien hecho.
Ocurre en tan contadas ocasiones que hay que recalcarlo. El legado del maestro cordobés es tan grande que tardó demasiado en apreciarse y es complicado que, alguna vez consiga entenderse de forma completa. Suena "Triana tu Esperanza" o "Valle de Sevilla" y las sensaciones se aúnan en una especie de ensueño de una Semana Santa distinta que cae suave, como la noche de otro tiempo.
Termina la marcha y en los oídos aun resuenan sus ecos. El sueño o la rutina han vencido al tiempo. Sin embargo, las partituras del maestro cordobés aun fluctúan en el ambiente. Ya hace seis años que José de la Vega (Don José como lo llamaba Javier) se nos fue. Pero siempre nos quedará un testamento que escuchar a cualquier hora para transportarnos al universo ininteligible de un Arte mayor que se escribe con notas musicales y se escucha con el alma misma.