Era una tarde-noche como otra cualquiera, volvía
a casa por una calle sin demasiada luz, y de repente una leve brisa me regaló
un dulce olor a incienso… Al momento se me metió una idea en la cabeza: ¡Ya
viene! Cerré los ojos un instante y al abrirlos la calle pareció iluminarse por
la candelería de tu palio, radiante. La melodía de una marcha pareció arroparse
entre las fachadas. Pareció que la mirada de tu pueblo se dirigía, una vez más,
hacia tus ojos. Y me pareció ver en tu mirada el consuelo tan dulce de siempre
y en tus manos la más tierna caricia a tu gente, como todos los años. El
susurro de una oración parecía recorrer las aceras. Tus varales parecieron
cimbrear coqueteando con las caídas del palio, a compás de la marcha. Y esa
brisa que me había brindado el más puro de los olores pareció querer colarse
entre las bambalinas del palio que respiraban olor a rosa blanca. ¿Cuántas
veces habremos envidiado a la brisa que, impregnada de esa esencia de rosa
blanca, deambula por las calles cualquier día de nuestra Semana Santa? Poder
recrearse con el suave vaivén de tus varales, tu manto, tu palio... Poder
acariciar la tez bendita de nuestra Madre, estar tan cerca de sus ojos, sus
manos… Tan cerca de Ella.
Llega la cuaresma, una época que tiene algo
indudablemente especial, que la diferencia del resto del año. Ese sentimiento
de intranquilidad de saber que la espera llega a su fin, la alegría desbordada
y a la vez contenida de quien ya intuye la llegada de unas fechas muy
especiales. Una época en la que nuestro corazón se impregna de la ilusión de
aquel niño que una vez fuimos mientras íbamos camino de ver a la Entrada Triunfal ,
ansioso de ver avanzando con paso firme a Dios por sus calles, esas que por una
brisa inocente de una tarde-noche cualquiera se llenan de luz, calor y aroma a
incienso y rosas. Esas que se inundarán de contrastes, tan propios de nuestra
Semana Santa. Albergarán tanto la más callada y humilde oración como las
alabanzas y palmas más exaltadas; el sonido mudo del rachear del esparto de los
pies de Él y Ella en la tierra, y a la vez el solo de corneta más flamenco que
ornamente el andar de una cuadrilla valiente; la pena de la Madre que sufre por su hijo,
y a la vez su esperanza; el crujir de la madera sobre las espaldas del
costalero y el “olé” del pueblo ante el izquierdazo más poderoso; la más tierna
melodía que trate de calmar el llanto de María, y la que a la vez tratará de
alegrar su corazón y el de su pueblo, infundiéndolo de esperanza para que
aguante un año más… Se impregnarán de los dos olores que alimentan el espíritu
del cofrade: el incienso y el azahar.
Cada Domingo de Resurrección Dios planta en los
corazones cofrades una semilla de una rosa blanca, con una sola condición: si
sale de él, morirá a los dos días. Parece trágico, ¿verdad? Al principio se va
nutriendo de recuerdos que acabamos de vivir: esa chicotá que no se borrará de
tu memoria en la vida, la marcha que descubriste tras ese palio, reencuentros y
abrazos con amigos que sueles ver una vez al año… Pero pronto el cofrade de
verdad comenzará a regarla con sus ilusiones para el próximo año, y la planta
se irá llenando de vida y de esperanza. Llegará la cuaresma, y en el preciso
instante en el que esta llame a tu puerta, de la planta brotará una diminuta
flor de color blanco, que se hará cada vez más hermosa y apuesta. Llevaremos la
flor plantada en nuestro corazón durante triduos, besamanos, conciertos,
montaje de pasos, exaltaciones, pregones… Pero llegará el momento en el que la
flor tenga que partir hacia el lugar que le corresponde. Dios también tenía un
plan para ella, como para todos, pero somos nosotros los encargados de mimarla
y cuidarla, ¡faltaría más! Qué bella tarea la de ser jardinero del vergel
divino, y más hermosa es, si cabe, si esa flor es para Ella… Y es que Dios sabe
que puede sacarle una sonrisa a su bendita Madre si le regala algo que su
pueblo ha hecho crecer y brillar para sacar de esa semillita del principio la
más agraciada flor. Ya imaginaréis que la rosa blanca acabará alojada en su
palio, tratando de aliviar el dolor de nuestra Madre al emanar ese suave aroma.
No podía ser de otra manera. Si tenía que perecer al salir de nuestro corazón,
que fuera a su vera, ya había cumplido su cometido… No hay nada de trágico en
ello, más bien es algo hermoso. Creo que es el sueño de cada uno de nosotros,
cumplir nuestro cometido y yacer junto a nuestra Madre bendita para florecer en
el Reino de los Cielos. La vida es un renacer constante. Dios tiene un plan
para todos. A nosotros nos encomienda a cada uno una labor, unos cargarán los
pasos y otros los dirigirán, otros se pondrán el antifaz, otros serán los
encargados de decorar musicalmente la
Pasión de Cristo, otros bordarán, otros plasmarán
instantáneas de la estación de penitencia, otros trabajarán de una manera
callada por su Hermandad… En definitiva, cada uno desempeñará la labor que
considere oportuna en la
Semana Santa. Pero lo que a Dios le importa no es eso, sino
que seamos verdaderos guardianes de su jardín y hagamos brotar ese sentimiento
cofrade año tras año, hasta que Él lo desee. Recordad que en una brisa de un
día cualquiera puede viajar el aroma del Padre. Tened presente que cada una de
las blancas rosas que observéis colocadas en el palio de vuestra Madre será una
pequeña obra de Dios en nuestros corazones.
Feliz cuaresma, feliz Semana Santa.
José Barea
Recordatorio La más bonita de las esperas