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miércoles, 7 de agosto de 2013

Obras de Juventud. La primera vez de algunos grandes imagineros

En la creación siempre hubo una primera vez. Actuaciones vacilantes, de seguridad inusual o de madurez aparente. Miradas a asentados modelos pasados o a imaginativos futuros. Así fueron las obras de juventud de la imaginería sevillana.

En siglos pasados, la adolescencia era prácticamente inexistente. El tránsito a la edad adulta llegaba en fechas realmente tempranas. Un joven llamado Diego Velázquez entraba como aprendiz en el taller de Francisco Pacheco a finales de 1610, apenas con once años de edad. En 1617 solicitaría su admisión en el gremio sevillano de San Lucas, indicando “que había aprendido el arte de la pintura con maestros cualificados”. 

La vieja friendo huevos de Velázquez

Apenas un año más tarde realizaría ya una de sus obras maestras, la Vieja friendo huevos (Galería Nacional de Edimburgo), prodigio de perfección en el tratamiento de luces, de miradas, de composición y de enigmáticos simbolismos. A Diego Velázquez le quedaba toda una vida artística por delante, de evolución y superación, aunque antes de los dieciocho años hubiera creado ya una obra para la posteridad.


Martínez Montañés

El caso de Velázquez no es, desde luego, paradigmático ni extensible a muchos otros autores. En general, los imagineros que trabajaron para la Semana Santa sevillana conocieron una evolución que los fue llevando desde unos inicios carentes de personalidad y marcados por la influencias de sus maestros a obras de madurez donde aparecía la innovación y la verdadera personalidad del creador.


La misma Sevilla que conoció el aludido Velázquez fue la que transitó el afamado Juan Martínez Montañés, aunque su primera producción sevillana venía precedida por su experiencia granadina y las influencias de Pablo de Rojas.

El 19 de agosto de 1597 el gremio de los guanteros le encargaba a Montañés la imagen de San Cristóbal que procesionaría en su festividad y en la procesión del Corpus. Una excepcional talla de más de dos metros de altura que fundía las anatomías musculosas de Miguel Ángel con la larga tradición de los cristobalones pictóricos sevillanos. Una obra de perfección técnica en acabados y proporciones que inauguraba la larga lista creativa del maestro de Alcalá la Real en Sevilla. Tenía entonces Montañés 29 años. No era un crío. Seis años más tarde alcanzaría la perfección en el Crucificado que le encargaba el arcediano Vázquez de Leca, el hoy conocido como Cristo de la Clemencia (Catedral de Sevilla). Con ella rompía definitivamente los cánones esquemáticos y la rigidez del último Manierismo. Con 35 años, toda una vida para la época, Montañés se hacía mayor. 

Le quedaban más de cuarenta años de producción artística, una trayectoria muy diferente a la de su más aventajado alumno, Juan de Mesa.

El rostro del Señor de Pasión 

Mesa y Ocampo

En 1615 el discípulo aventajado se inspiraba en el maestro y realizaba su primera obra documentada, el grupo de San José y el Niño de la iglesia de San José de Fuentes de Andalucía, con claras influencias del grupo de San Cristóbal. Mesa ya había superado la treintena aunque no había firmado obras de forma individual.

Nunca fue fácil independizarse… Dos años más tarde realizaba la imagen titular de San Blas para la desaparecida ermita del mismo nombre en el barrio de la Feria, una talla que hoy se conserva en un retablo lateral del monasterio de Santa Inés. Fue Juan de Mesa autor de rápida evolución: en mayo de 1618 firma el contrato de su primera obra conocida para las Cofradías sevillanas, el Crucificado del Amor, imagen que inaugura el conocido como lustro magistral del artista y en cuyo concertación se indica el reconocimiento al autor, al estipularse que la obra se realizaría “por mi persona y sin que en ella pueda entrar oficial alguno”. Un ejemplo claro de pronta madurez consagrada que contrasta con la de otros autores, que llegaron a ella a través de otras vías preliminares.

Cristo del Amor

Es el caso de Andrés de Ocampo, que no realizó su gran aportación a la Semana Santa, el Cristo de la Fundación (1622) de la hermandad de los Negros, con antecedente en el Crucificado de la Catedral de Comayagua, hasta pasados los sesenta años. Sus comienzos estuvieron más ligados a la realización de imágenes para retablos, muchos de ellos desgraciadamente desaparecidos, aunque se conserven algunas obras como la titular del retablo de jerónimas de Santa Paula, realizada por el escultor cuando contaba con poco más de treinta años.


Roldán y La Roldana

Es habitual en las obras de juventud de los imagineros no reconocer sus características posteriores, momentos de indecisión artística o de indefinición personal en los que se copian las formas del maestro (Ocampo y Oviedo son, a veces, difícilmente distinguibles de Montañés) o incluso se repiten modelos propios de otras épocas y otras latitudes.

Un ejemplo sintomático lo representa una obra de juventud del gran Pedro Roldán, la Virgen de la Antigua y Siete Dolores, titular de una de las hermandades más señeras e importantes de la Sevilla barroca. Semiolvidada hoy en un retablo lateral de la parroquia de la Magdalena debió ser realizada por Roldán hacia 1650, cuando el autor contaba apenas veinticinco años y se encontraba recién llegado de tierras granadinas, lugar de donde parece derivar el modelo empleado; imagen arrodillada, talla completa, manos entrelazada y una estética propia de la escuela de escultura de Andalucía oriental. Un modelo iconográfico con antecedentes en Alonso de Mena y en Alonso.

Virgen de la Antigua de la Magdalena 

Obra de juventud que llegó a ser de las más populares de la Semana Santa, con su capilla propia en el compás del convento de San Pablo (hoy capilla de Montserrat) y que sirvió de inspiración durante décadas para obras de similar iconografía, como las dolorosas que se conservan en la parroquia de San Andrés, la de la Iglesia de Santiago o la del Monasterio de San Clemente.

Otra obra de juventud de Pedro Roldán de influencia posterior fue la talla del arcángel San Miguel que realizóen 1657 para la actual hermandad de las Siete Palabras (también fue obra de un joven Felipe Martínez el actual crucificado de las Siete Palabras, realizado originalmente para la extinguida hermandad del Cristo de la Sangre con sede en la iglesia de San Francisco de Paula). 

Volviendo a Roldán, en la talla de San Miguel volvía a recurrir a modelos anteriores, los de tipo teórico recogidos por Pacheco en su Arte de la Pintura o los llevados a la madera por Alonso Cano o Martínez Montañés. Un arcángel vestido como un soldado romano, con túnica corta, media coraza, manto y casco de cimera con plumas.

Un modelo que reinterpretaría su propia hija, Luisa Roldán, otra autora a la que la juventud y, especialmente la de su marido Luis Antonio Arcos, jugaría más de una mala pasada. Fueron dos modos diferentes de entender la juventud: el de Luisa, que terminaba obras perfectas con apenas treinta años, como los ángeles del paso de la Exaltación, y el de Luis Antonio de los Arcos, con una fama de joven informal e inconstante que motiva que en algunas de sus intervenciones (paso de misterio de la Exaltación) sea difícil señalar su autoría, la de su propia mujer o la del propio Pedro Roldán, que probablemente cargó con más de un retraso del joven escultor.


Cardoso y Ramos

Ya a finales del siglo, un joven que no llegaba a los treinta años, Antonio Cardoso de Quirós, recibía el encargo de la hermandad del Santo Entierro para llevar a cabo la talla de la Virgen de Villaviciosa y el grupo del Duelo, imágenes de las que hoy sólo se conserva la Dolorosa titular, un ejemplo de encargo a un autor poco conocido y por el que apostó una hermandad penitencial frente a autores más consagrados en la época.

Algo parecido ocurrió, en el siglo posterior, con la hermandad del Silencio, que en 1752 encargaba a Cristóbal Ramos (con poco más de veinticinco años) la antigua Virgen de la Concepción, sustituida posteriormente por la actual imagen de Sebastián Santos. Sí conserva la hermandad la talla de San Juan. Quedaban más de dos décadas para que Ramos alcanzara su gran fama como barrista y autor tardobarroco por excelencia, pero una hermandad sevillana ya apostaba por sus manos para la realización de sus imágenes titulares.

Virgen de Villaviciosa

Álvarez Duarte

Juventud o madurez, artista novel o consagrado, lo tradicional o lo innovador. Para las hermandades sevillanas la elección del autor de sus imágenes titulares solía estar condicionada por los criterios de su junta de gobierno o, en muchas ocasiones, por condicionantes económicos que hacían buscar a un autor no consagrado. El siglo XX aportaría ejemplos de un joven Fernández Andes realizando la Virgen de la Caridad del Baratillo aunque el ejemplo de artista precoz por excelencia se haría esperar a la segunda mitad de la centuria.

Con sólo dieciséis años gubió Luis Álvarez Duarte en 1966 a la Virgen de Guadalupe, titular de la hermandad de las Aguas, toda una apuesta de riesgo que triunfaría con la creación de un modelo de Virgen aniñada en la que primaría el sentido de la belleza juvenil y que influiría de forma notable en la elaboración de las dolorosas de la última mitad de siglo: era un joven escultor el que creaba un modelo sin imitar lo anterior y con influencia en las generaciones posteriores.

La obra sería retocada por el mismo autor en 1981, algo que también ocurrió con otra de sus obras de juventud, el Cristo de la Sed (realizado por Álvarez Duarte con apenas veinte años), otro ejemplo del autor que sigue interviniendo sobre su obra al cabo de los años, quizás por considerarla inconclusa o por cambiar su criterio estético con el paso de los años. La eterna idea de la obra inacabada que ronda por la mente de muchos artistas. Jóvenes o viejos, iniciando o culminando su carrera, de largas vidas o de existencias truncadas.

Creadores para los que, más tarde o más temprano, siempre hubo una primera vez.

Virgen de Guadalupe 


De la revista número 39 de Pasión en Sevilla, julio de 2011.





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