Al pensar en por qué no pasan cosas gordas en las calles durante los días de Semana Santa, y en particular en aquellas calles angostas por las que parece que no caben el paso y la gente a la vez, y hay que echar a uno de los dos, siempre me acuerdo de una escena que viví en mi segundo y último Lunes Santo en Sevilla, allá en el Mesozoico, en 1996.
Era en la calle Cervantes, por la que tenía que venir, en las primeras horas de la tarde, Santa Marta, entonces en San Martín por el cierre de su iglesia de San Andrés. Aquella calle, más aliviada que Deanes pero mucho menos que la de la Feria y con muy pocas salidas, estaba hasta la bandera, mucho más que con San Gonzalo, que ya la había visto antes por su barrio. Cuando faltaban pocos minutos para que llegase la cruz de guía, había quien no veía muy claro que por allí cupiese una cofradía con su paso.
En particular, un agente de la Policía Nacional, algo tenso y seguramente llegado ex profeso para la seguridad de la Semana Santa, que no dudó en poner a prueba las cuerdas vocales y contener a gritos a todo el mundo, y sacar a algunos, para evitar que pasase la desgracia que él se temía. Quizá exageró, quizá fue la falta de experiencia o que no conocía a aquello que Antonio Burgos llamó la “bulla soberana”, pero el caso es que al rato, achuchados y emocionados, vimos el sobrecogedor misterio de Ortega Bru y los que estábamos allí nos fuimos sin poder olvidar el cuerpo descoyuntado del Cristo de la Caridad.
Aquellos años eran de bullas mucho más fuertes que las de hoy, dicen quienes ahora lo ven, y el día anterior todavía había presencia una pelea en la entrada de la Amargura. La Policía era indispensable para controlar accesos a sitios estrechos y conseguir que nada se desmadrara. Mi policía de Santa Marta en la calle Cervantes estuvo sobreactuado, todo hay que decirlo, y aunque mucha gente cuenta números de ese tipo, lo cierto es que casi siempre que los agentes lo hacen bien no necesitan dar una voz más alta que otra: les basta con la intimidación del uniforme y la autoridad, la sequedad del gesto y la colaboración popular, que casi siempre es buena.
No recuerdo nunca que una aglomeración provocase lo que pasó el sábado pasado en el Via Crucis Magno de Córdoba, aunque aquello fue una circunstancia extraordinaria, pero lo que tampoco me viene a la memoria fue que el lugar que necesitaban las cofradías lo ocupase la bulla y que quienes tuvieran que impedirlo estuviesen cruzados de brazos o diciendo que no se puede evitar. Me cuesta pensar también que la Agrupación de Cofradías no pidiese cercar la Cruz del Rastro y el cruce con la Ribera para disponer de todo el sitio, que no avisara de que en Córdoba habría 150.000 personas y que no reclamara ayuda para determinados puntos en que no la hubo. Casi me jugaría el cordón de la medalla a que lo avisaron y lo pidieron. Pasó lo que pasó, aunque al final todo el mundo se haya quedado con lo bueno, y aunque quien haya dado cierto paso al frente para asumirlo haya sido quien menos culpa puede tener.
Quizá sea la tendencia de la ciudad a tenerse en poco a sí misma y a lo que en ella pasa, y por eso no se diera demasiado crédito a lo que las cofradías pedían, como si fuese a pasar lo mismo que en cualquier Semana Santa. Así se explica, por ejemplo, que en el día de más relumbrón, belleza y visitas de su ciudad, hasta el alcalde se borrase para un acto en Nimes (búsquenlo en el mapa) que no le ha dado ni el efímero brillo de las fotos que busca con esos gestos.
El caso es que quien tenía que evitarlo pensó que esto era otra Semana Santa de Córdoba un poco más concentrada, y no el centro de quienes aman a las cofradías desde Madrid para abajo, más o menos, y se imaginó unas bullitas concurridas pero llevaderas, y no rincones en los que hubiera que tirar de vallas, intransigencia y firmeza para conseguir que las cosas salieran bien. La bulla soberana se hizo expansiva y se desbordó tanto que se puso allí donde nadie le dijo que no se pudiera estar, y hasta entró en los sitios que tenían que estar cerrados, como el recorrido común. Luego a ver cómo se les echa, claro, como si nadie les hubiera dicho a los responsables que había que evitar que la gente esperase allí. Lo mejor de todo es que al final los buenos recuerdos son tantos que han aplastado a los malos, pero si esto es el ensayo para la carrera oficial de verdad, haríamos bien en pensar que hacer las cosas con la inercia cordobesa a veces es demasiado poco incluso para Córdoba.
Recordatorio Crónica distanciada del Vía Crucis Magno